domingo, junio 17, 2007

La hegemonía de la ‘Historia Social’

Todavía en pleno transcurso de la dictadura iniciada en 1976, se constituyó un grupo de historiadores que, desde centros privados, comenzaron a reconstruir la idea de hacer ‘historia social’ en la línea de José Luis Romero, pensando en un futuro no signado por la censura y las persecuciones, cómo era el que se vivía en ese momento. El autor fallecido, junto con el largamente exiliado Tulio Halperín Donghi obraban como modelos. Leandro Gutiérrez fue a su vez maestro directo de jóvenes cursantes de la carrera en los oscuros tiempos de la dictadura, marcados por el retorno a posiciones de poder en la docencia y la investigación de una “Nueva Escuela Histórica” ya fantasmal. El PEHESA (Programa de Estudios de Historia Económica y Social Argentina) se formó ya a fines de 1977, integrado entre otros por Leandro Gutiérrez, Luis Alberto Romero, José Luis Moreno, Haydée Gorostegui, Juan Carlos Korol, bajo el paraguas del CISEA.
A partir de diciembre de 1983 la nueva historiografía académica se adueña del espacio universitario (a favor de su alianza con quiénes tuvieron a su cargo la intervención inicial de la universidad post-dictatorial), y desarrolla un trabajo inspirado en las corrientes sobre todo francesas y británicas (de Annales en adelante, incluyendo a los representantes del ‘marxismo británico’ en una referencia destacada), y en la ‘historia social’ en la estela de José Luis Romero, como forma de ‘tomar la posta’ del desarrollo interrumpido por el golpe militar de 1966. La asignatura Historia Social General (la vieja materia dictada por J. L. Romero) fue restituida, y vuelta a ubicar en un lugar central en el plan de estudios de la carrera en la UBA (siendo a la vez incluida en el de otras, como Antropología), y para mayor simbología de continuidad, puesta bajo la titularidad de Luis Alberto Romero, hijo de José Luis, que llegó a colaborar con él en algunos de sus últimos trabajos. Buscan forjar una imagen del trabajo del historiador, que L. A. Romero delineó brevemente a mediados de los 80’, refiriéndolo a la figura de su padre:
“Quizás sea esa combinación de rigor y compromiso, que distingue a su autor tanto de los profesionales falsamente asépticos como de aquellos empeñados en justificar con la historia las consignas del presente, el principal atractivo de estos trabajos.”
Rigor que no se confunda con erudición vacía, compromiso que no equivalga a pasión militante, eran las claves de un programa de acción, la ‘silueta’ del modelo de historiador buscado. En esta elección de antecedentes en los que referenciarse, estaba claro el rechazo por las dictaduras que habían arrasado la continuidad de la labor académica, pero se implicaba también una visión poco favorable del período 1973-75, del que se destacaban sus innegables componentes de convulsión e inestabilidad, mientras se daba por sentada la caducidad de los ideales de transformación radical que bullían en la Argentina de esa época.
Se empeñan así en un proceso de acentuada profesionalización de la carrera de Historia, con la consiguiente regularización de sus cátedras y plan de estudios (incluyendo el restablecimiento del mecanismo de concursos), y de la tarea de investigador, en búsqueda del establecimiento de criterios compartidos de excelencia profesional. Se busca un restablecimiento de las publicaciones y encuentros científicos, el cultivo de vínculos internacionales con las últimas tendencias de la historiografía mundial, y el establecimiento de un cursus honorum pautado para el avance de los nuevos profesionales, sometidos a su vez a un ‘control de calidad’ estricto por parte de sus superiores, dotados de las herramientas de disciplinamiento que se hicieran necesarias. Como parte de este proceso puede inscribirse la generación de un encuentro de los investigadores de los distintos centros universitarios del país, con periodicidad regular, sede rotativa, y facilidades para que no sólo los consagrados sino las nuevas generaciones tuvieran espacio para exponer sus trabajos. Nos referimos a las Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia, que se vienen realizando desde los años 80’, consideradas por L. A. Romero como elemento fundamental en la hegemonía historiográfica predominante desde el retorno a la democracia:
“A través de ellas, esa historia que se identifica, a la vez, por su adhesión a las viejas banderas de la “historia social” y por su inclusión en el nuevo campo profesional que se estaba definiendo, ha llegado a imponerse en el campo del saber histórico.”
Ese avance tan fuerte de las rigideces de la vida académica, terminó por preocupar incluso a figuras claves del grupo, como Hilda Sábato:
“Me preocupa la constitución de un statu quo fuerte, de una institución que ella misma se convierta en un chaleco de fuerza para el desarrollo de un pensamiento crítico. Me preocupa que aquellos desarrollos institucionales que van garantizando carreras individuales, con pasos establecidos, con jerarquías, con caminos más o menos fijados de antemano y muy marcados por la cooptación –desarrollos que son por un lado positivos- se conviertan a la vez en trabas para el florecimiento de un pensamiento crítico, orientado a alimentar el debate público(...) Pero el humor ‘fin de siglo’ no ayuda en ese sentido, ese humor que prioriza lo privado frente a lo público, las tareas individuales más que los compromisos colectivos. Soy anacrónica quizás, pero me gustaría ver, dentro de la Universidad, mayor dinamismo político, mayor interés por lo público.”
Cabría acotar que esas “incomodidades” y “preocupaciones” no han tenido hasta ahora efectos visibles en las prácticas de investigación y docencia, y el camino del anquilosamiento académico sigue, en general, su curso, sin grandes turbaciones. Esa actitud ‘profesionalista’ no deja de ser un drástico cambio de frente con respecto a las concepciones que sobre la relación entre actividad académica y militancia política había sido pensada como deseable, en algunos casos por las mismas personas, no más de unos años atrás. En el pasaje del entusiasmo revolucionario al conformismo “democrático”, se había tomado la decisión de asumir como tarea principal la formación de investigadores y profesores competentes en la producción y transmisión de un conocimiento histórico vuelto a una morada más que nada académica, y cuyos objetivos fundamentales pretendían ser internos a la propia vida universitaria.
Todo convergía hacia la constitución de una comunidad de historiadores unificada, con sus mecanismos de control académico y cooptación de los más capaces, y bajo el seguro control de los “historiadores sociales”. En el discurso, esta tarea de unificación tendía a integrar a todos los sectores, pero en la práctica encubría dos políticas diferentes: a) La llevada a cabo con los restos de la historiografía liberal (representada por los sobrevivientes de la antigua docencia de la carrera de Historia de la UBA y por la Academia Nacional de la Historia y ámbitos afines a ella) con la que se aplicó una tolerancia ‘integradora’ que en el fondo aspiraba a conquistar los espacios codiciables que éstos conservaban, en primer lugar la Academia Nacional de la Historia. b) Con la historiografía revisionista y marxista una actitud que osciló entre el ‘ninguneo’ y la agresión activa, tendiente a desplazarlos de (o impedir su ingreso a) los espacios académicos y privarlos de la consideración pública. En los últimos años se suele definir el campo historiográfico sin tomar en cuenta a quienes se sitúan a la izquierda de los ‘nuevos historiadores’, y se los excluye de la respetabilidad académica sin dar la discusión, por la omisión lisa y llana (esto en un clima ideológico en el que quien señala silenciamientos, queda rápidamente bajo sospecha de tener una ‘visión conspirativa’, cuando ese tipo de visión está situado en la sima del prestigio intelectual).
El revisionismo estaba ya en plena decadencia, privado de una generación de reemplazo de sus figuras muertas o envejecidas. Con respecto a los marxistas el resultado no fue sino mantenerlos en su lugar de marginalidad, en muchos casos negándoles hasta la cita o la inclusión en las bibliografías.
Esta política diferenciada no sólo se proyectó sobre lo institucional sino que impregnó los estudios e interpretaciones sobre procesos históricos concretos, en los que se manifestaba la tendencia a cierto acercamiento con las conclusiones de la historiografía liberal y la toma de distancia respecto a posiciones que pudieran aparecer inspiradas por el marxismo. En muchos casos, se asistió a una fundamentación más rigurosa y una elaboración teórica mucho más sofisticada que en el pasado, de posiciones gratas a la visión tradicional de la historia de nuestras clases dominantes: La construcción de la sociedad y el estado producida después de Caseros y por la generación del 80’ fue enfocada con una iluminación gradualmente más brillante (incluso en detrimento del radicalismo que la sucedió en el ejercicio del gobierno), en nombre de la ‘modernización’ algo similar ocurrió con la otrora ‘década infame’, con figuras como el general Agustín P. Justo colocadas en el sitial de la ‘eficacia’ y la ‘claridad de concepción’, al mismo tiempo que la visión del peronismo se hizo más bien sombría, si bien es cierto que el estudio de los períodos posteriores a 1916 estuvo en gran parte en manos de investigadores extranjeros (Loris Zanatta, Daniel James, David Rock, entre otros) o a estudiosos locales más vinculados a la sociología o a la historia económica que el núcleo de la carrera de Historia, como Oscar Oszlak, Ricardo Sidicaro, Juan Carlos Torre, Adolfo Prieto Julio Godio y otros. En el enfoque, por cierto sesgado, que se hizo dominante, revisionistas y marxistas eran culpables de un exceso de ‘politización’ que había debilitado el rigor científico y la ‘distancia crítica’ necesaria para construir ‘buena historia’, mientras que la cosmovisión afín a las elites dominantes no sería visualizada como ‘politización’ (al menos no con tanto énfasis) y su rigor en el estudio de los documentos tomado como posible base para el desarrollo y modernización de la disciplina.
La historiografía contestataria de la etapa de los 60’ y 70’ era, como ya dijimos, vista como ejemplo de historia que pierde rigor a fuerza de ‘politizada’ (vale decir comprometida con un proyecto de transformación de la sociedad) y en la ‘despolitización’ juzgada imprescindible para alcanzar rigor científico, se incluye el expurgar cuidadosamente las impregnaciones ‘marxistas’, sobre todo las que aceptan, y aun propician, cierto ‘espíritu de partido’ en el desarrollo de la tarea de historiador. No se trata de un antimarxismo a la antigua usanza: Se sigue utilizando cierta terminología de ese origen, y citando con respeto a los clásicos de esa corriente e incluso a sus representantes actuales (esto último sólo si tienen reconocimiento previamente acordado en los grandes centros académicos, como los historiadores marxistas británicos). Lo que sí se produce es un rechazo a las actitudes ligadas a una asunción integral de la tradición marxista, con su consecuencia de un entendimiento del trabajo con la historia como ligado más o menos directamente a proyectos de transformación radical de la sociedad, a partir de un enfoque de clase.
En cuánto a las corrientes historiográficas tomadas como modelo, la ya tradicional referencia a Annales continuaba vigente, siguiendo ahora las ramificaciones de la escuela en direcciones más alejadas de la historia económico-social que había predominado en la ‘era Braudel’ (y en la inclinación cada vez mayor de esa escuela a batallar contra todo lo que huela a ‘ideas de progreso y revolución’), e incorporando la consideración de nuevas corrientes de la historiografía europea.
La expansión de una visión de este tipo no puede escindirse del modo en que toda una generación de intelectuales, la mayoría de los cuales vivieron la experiencia del exilio bajo la dictadura, regresaron con la idea de participar activamente en la construcción de una democracia representativa a la que, junto con un capitalismo percibido como ‘humanizable’, asumían como el horizonte posible (e inmodificable) de cualquier proyecto realista de transformación, rompiendo con la concepción del mundo y los objetivos políticos que muchos de ellos mismos alentaron en la etapa pre-dictadura. El reemplazo del pasado revolucionario por un reformismo cada vez más modesto, en aras de una ‘transición a la democracia’ erigida en objeto máximo del deseo, signó la nueva actitud. Ese replanteo de la visión sobre la escena social y política, no podía dejar de incluir el del su propio ‘lugar en el mundo’, la actitud cotidiana frente a las instituciones y a las ideas. Pasaron a pensarse a sí mismos en el modo de los profesores de las grandes universidades europeas y norteamericanas, con la meta de obtener un amplio reconocimiento profesional, una relación plácida con los poderes económicos, políticos y culturales establecidos, y la posibilidad de ampliar el arco de difusión de su ‘experticia’ desde los medios de comunicación o en el lugar de consejeros del poder. Para ello debían mantenerse saludablemente ajenos a las ‘irrupciones’ de la política, entendiendo por tal, sobre todo, a aquella divergente de los objetivos de las ‘elites dominantes’ (que no clases, termino a limitar en su uso sino a desterrar completamente), ya que el apoyo a candidaturas o partidos, o la asesoría en diversas variantes, siempre que estuviera rigurosamente incluida en el ‘sistema’, suele practicarse sin remordimientos.
Se abría paso una visión no conflictiva del presente (al menos ajena al conflicto central, la lucha de clases), y para cohonestarla se imaginaba una imagen igualmente no conflictiva acerca del pasado, proyectando hacia atrás el actual déficit de pasión y proyectos transformadores. Y cada vez más se percibían a sí mismos como ‘profesionales’ de una disciplina, y ya no como intelectuales con vocación de intervención sobre la totalidad social, actitud que se acentuó al compás del fracaso de las esperanzas de tinte socialdemócrata de los comienzos de la (denominación discutible por ellos acuñada) ‘transición a la democracia’. El rol de consejeros áulicos de los mandatarios de la democracia, sólo lograron asumirlo cabalmente en los primeros años de la gestión presidencial del Dr. Alfonsín. La actuación pública, aun en el modesto plano que se le destinaba, comenzó a quedar vedada durante el doble período presidencial del Dr. Menem. Y con el recambio presidencial de diciembre de 1999, quedó en claro a poco andar que el tipo de relación política-intelectuales de los años de retorno al régimen constitucional no iba a volver, ni siquiera como farsa. Aunque hayan regresado al gobierno fuerzas políticas teóricamente afines con el ‘progresismo’ que profesa la intelectualidad, ya no hay margen (ni ‘voluntad de creer’) para que desde las instituciones representativas se pueda limitar seriamente el poder del gran capital y sus ramificaciones en la esfera cultural. La tendencia es más bien al avance de la gran empresa sobre las esferas que aun no ha ‘colonizado’ por completo, entre ellas la Universidad, a la que se propone arancelar, restringir el ingreso, y subordinar más directamente al gran capital en sus orientaciones pedagógicas y de investigación. Y el ‘poder académico’ no tiene un programa claro para enfrentar esa tendencia, sin contar con que es atravesado por la tentación de dejarse cooptar por ella.
Algunos sinsabores derivados de su asentamiento en una sociedad argentina cada vez más distante de los modelos del capitalismo avanzado, más atravesada por la pobreza y el estancamiento económico, social y cultural, e incluso presa de una acelerada degradación de sus instituciones políticas, no lograron conmover esa actitud en su base. En el terreno público, comenzaron a ejercer un temperamento de desazón creciente con el transcurrir del derrotero democrático del país, pero sin abandonar el rechazo frente a cualquier respuesta radicalizada contra un estado de cosas crecientemente injusto. Preferían insistir en la ‘expansión de la ciudadanía’, en reformas parciales al régimen político, aunque no pudieran ocultar el descenso de sus propias expectativas. El correlato en lo privado fue una creciente reclusión en la esfera profesional, un re-localizar cada vez más las aspiraciones hacia los logros de una carrera ascendente. A lo sumo la precariedad de la situación impulsó a algunos a mudarse de las instituciones de enseñanza e investigación estatales a las privadas, buscando, al calor más directo de la gran empresa, la estabilidad presupuestaria y la generosidad en las remuneraciones que escasea en la universidad pública. La historiografía debía, en esa línea de ideas, abandonar el espíritu ‘incandescente’ de los 60-70, para centrarse en una producción específica de alto nivel, de ‘excelencia’, a cubierto de las ‘inclemencias’ del mundo externo.
Podría señalarse que esa preocupación por recuperar (o construir) la especificidad de la tarea historiográfica, no exime a esta corriente de que sus visiones del pasado se tiñan con las del presente. Por ejemplo, del reduccionismo de clase del que se acusa al marxismo se pasa, a menudo, a la ‘ignorancia’ de toda la problemática clasista. Así, la clase obrera tiende a desaparecer de la escena, disuelta en ‘sectores populares’; no sólo ya no es ‘sujeto revolucionario’ sino que amenaza dejar de ser sujeto o categoría social. Toda perspectiva del ‘conflicto social’ (lo que excluye el concepto de lucha de clases) toma una forma atenuada que concluye por acercarla más a la tradición funcionalista (en cuánto esta propone ‘administrar’ el conflicto, su reabsorción por parte del sistema) que a la marxista o a cualquier otra orientada a cuestionar más o menos radicalmente el orden existente. En el caso particular de la historia del movimiento obrero, si bien son correctas observaciones críticas a la excesiva propensión a la ‘historia heroica’, y el centrarse exclusivamente en las ‘organizaciones y las luchas’9 descuidando otras dimensiones de la vida y combate de los trabajadores, se tienden a cometer excesos de signo opuesto, que minimizan la importancia de las luchas.
Bajo la capa del abandono de la excesiva ‘politización’ se transita hacia la dedicación a temas y cuestiones soslayados o minusvalorados (a veces muy injustamente por cierto) por la historiografía anterior (incluyendo a las primeras generaciones de Annales y, sobre todo, a los marxistas) convirtiéndolos en ‘los’ temas por excelencia (la convivencia cotidiana, la vivienda, las fiestas populares, las cuestiones relacionadas con el sexo y el cuerpo, la niñez, la muerte etc.), a riesgo de que la huella de los grandes procesos históricos quede disuelta en un sinnúmero de enfoques ‘micro’ que no se articulan de ninguna manera en dirección a comprender la totalidad, y que las clases sociales, so pretexto de quitarles su ‘centralidad’ en el análisis histórico, desaparezcan por completo del análisis del mismo. Al mismo tiempo, tiende a predominar un enfoque empirista, que desconfía de toda discusión teórica, ya que se las ve ajenas a una historiografía validada por las propias ‘reglas del oficio’, y el consenso de la ‘comunidad de historiadores’, que sería la encargada de dictaminar cual es la ‘buena historia’. La investigación del tipo ‘estudio de caso’, circunscripta a estrechas coordenadas tanto temáticas como de espacio y de tiempo, es la modalidad escogida en buena parte de los trabajos, mientras que la tarea de síntesis, de integración de esos resultados, queda relegada. Se valoriza en cambio, el relevamiento más que detallado de la pequeña ‘parcela’ que se elige como objeto de estudio, y se vuelve una y otra vez sobre ella. Cualquier intento de extender el campo de análisis, de ampliar la perspectiva, de modificar el estilo de trabajo, podrá acarrear la reprimenda de los más o menos ‘consagrados’, quiénes ejercen cierta ‘policía’ metodológica, modalidad de control de cuya instauración todo el ‘sistema’ se siente orgulloso.
En los últimos años, se está poniendo de manifiesto una crisis de esta perspectiva de ‘nueva historia’, fuertemente condicionada por el naufragio cada vez más evidente de su visión del presente, que se proyecta en dudas crecientes sobre la perspectiva y el modo elegido para el abordaje del pasado. Las publicaciones se multiplican, los congresos y encuentros se hacen más frecuentes y crecen en número de participantes, las becas en universidades prestigiosas del exterior se hacen costumbre, pero los resultados obtenidos no son particularmente deslumbrantes.
La producción historiográfica concreta, se ha volcado en un amplio conjunto de artículos y recopilaciones, pero menos en libros orgánicamente concebidos, y de estos son poquísimos los que pueden aspirar a la dimensión de ‘grandes obras’, que cambiarán la interpretación de todo un período histórico, o alleguen novedades que revolucionen la apreciación de un determinado proceso social. Tal como comenta un especialista en historia colonial, al que no se puede considerar enfrentado con el grupo hegemónico:
“...es notable la multiplicación de estudios monográficos sustentada en un más generalizado dominio del oficio y una creciente profesionalización; sin embargo, las obras de historiadores argentinos han sido muy escasas: me refiero a obras pensadas como totalidades, a libros integrales resultado de una necesariamente lenta pero también más completa –y compleja- elaboración.”
La tendencia al trabajo breve y de poca elaboración, responde en cierta medida al imperio de la cultura del paper, apto para encuentros locales o internacionales, circulación rápida entre expertos con los que se trabaja o mantiene correspondencia, publicación en revistas, y otros menesteres que resultan productivos, sino para la construcción de un saber, al menos en la de un currículum. Si bien la preocupación por contribuir a modificar el presente desde el estudio del pasado cede su lugar, según se postula, a la construcción desinteresada del conocimiento, muchas veces esta última se desplaza frente al propósito más prosaico de ‘hacer carrera’. Más llamativo es que incluso muchos investigadores en plena madurez y con elevada inserción institucional, supuestamente no tan urgidos por exigencias curriculares, se pliegan también a esa modalidad de trabajo.
Los ‘nuevos clásicos’ de esta escuela historiográfica siguen siendo las obras de hombres de la camada anterior. El Orden Conservador, de Natalio Botana, editado en 1977, sigue siendo irreemplazable como obra acerca del régimen socio-político asentado a partir de 1880. Y en materia de historia de las ideas en el siglo XIX, la especialidad de Botana desde siempre, publicó dos libros interesantes: La tradición republicana y La libertad política y su historia. No hay una obra sobre la emancipación nacional del alcance de Revolución y guerra, de Halperín Donghi que data de 1971. Algo parecido ocurre con La pampa gringa de Ezequiel Gallo, editado en 1983, para la colonización rural pampeana. En cuanto a Ricardo Cortés Conde no ha dejado de publicar en forma de libro desde la ya lejana La formación de la Argentina moderna, en co-autoría con Gallo, y el ya unipersonal El progreso argentino, siendo que ambas continúan como puntos de referencia como panoramas de historia económica del siglo XIX. En él se hace particularmente evidente que no siente atracción por la visión ‘parcelada’ tan en boga en los últimos años. En un trabajo reciente, se anima nada menos que con dos siglos de historia económica, examinados desde una perspectiva claramente identificada con el liberalismo económico: La economía argentina en el largo plazo (Siglos XIX y XX), Editorial Sudamericana- Universidad de San Andrés, 1997.
Incluso, en algunos casos, las obras más consideradas son de autores extranjeros, como David Rock para el caso del radicalismo. El radicalismo argentino, sigue siendo la obra de consulta indispensable para la historia del primer radicalismo, pese a las claras falencias que presenta desde el punto de vista interpretativo.
Estos son autores que sí producen libros orgánicamente concebidos como tales, abarcando por lo general temas de un alcance relativamente amplio en la problemática y el período abordado, con el respaldo de una investigación de ‘aliento’. En cambio, los hombres y mujeres de la ‘nueva historia social’, no siguen en este aspecto el ejemplo de los historiadores que admiran (Braudel, Duby o Hobsbawn, p e.), que se han destacado como productores de obras extensas, que se despliegan sobre un ámbito espacial amplio y un lapso prolongado, en torno a problemáticas que distan de ser ‘micro’.
Una excepción parcial podría ser la obra de Hilda Sábato sobre la expansión lanera, que de todas maneras data de comienzos del período. El trabajo constituye un exhaustivo análisis que, desde la cuestión central de la expansión ovejera, que estudia en detalle, analiza la conformación del mercado de tierra, trabajo, capital, la conformación de un empresariado del sector, el entramado técnico y organizativo construido en torno al bien exportable. La obra, si bien con un punto de partida relativamente circunscripto, logra dar un panorama de la organización del capitalismo pampeano en una etapa no particularmente estudiada con anterioridad, y efectuando un enlace crítico con estudios precedentes (como los de Ernesto Laclau y Jorge F. Sábato), sobre la configuración de la clase dominante en el país y sus fuentes de acumulación.
Esta misma autora ha generado más recientemente otro libro, La política en las calles. Entre el voto y la movilización. 1862-1880, en el que se efectúa un intento de revisión de la etapa conocida como ‘Organización Nacional’, en procura de encontrar tempranos componentes democráticos en una sociedad civil partida entre ‘mitristas’ y ‘alsinistas’. La propia H.S. confiesa el itinerario del entusiasmo a la perplejidad, respecto a las potencialidades de la democracia representativa, que ha guiado la indagación reflejada en la obra:
“No se le escapará al lector que este libro lleva las marcas de un tiempo muy particular en la Argentina, signado por los esfuerzos y las dificultades en la construcción de una sociedad democrática. La pregunta original nació en el clima efersvescente creado hacia el fin de la dictadura militar, cuando muchos nos preguntábamos dónde se encontrarían las reservas democráticas en una sociedad atravesada por el autoritarismo. En ese marco propusimos la hipótesis, tal vez demasiado optimista, de la histórica capacidad de nuestros sectores populares para generar celulares ‘nidos de la democracia’ en el seno de la sociedad civil. (...)Hoy, sin embargo, aunque estemos muy lejos de la arbitrariedad de la dictadura, encontramos dificultades en todos esos planos.”
No sólo ese trabajo, sino buena parte de la producción de la historiografía hegemónica registra ese tipo de ‘marcas’: las del propósito de descubrir en nuestro pasado una trayectoria que pueda legitimar retrospectivamente una pacífica democracia representativa en amable coexistencia con un orden capitalista tal que respete la libertad de mercado sin renunciar a colocarle límites desde el aparato estatal. Modelo de sociedad que se imagina deseable y posible en la actualidad, aunque se reconoce la carencia de avances en su concreción práctica. Los ‘sectores populares’ (ya que no clases, dominadas o subalternas) son estudiados privilegiando en su trayectoria los elementos de ‘integración’ sobre los de explotación y marginación, los momentos de consenso por sobre los de conflicto, las actitudes moderadas y reformistas frente a las ideas y acciones revolucionarias, los niveles ‘micro’ sobre lo ‘macro’. En suma, una serie de sesgos tanto o más pronunciados que los de visiones más explícitamente ‘politizadas’ o ‘ideológicas’ de la sociedad y la historia, sin por eso pensar en abandonar la pretensión de historia rigurosa y ‘despolitizada’. Una paradoja llamativamente parecida a la que, como ya hemos visto, aquejó a la vieja historiografía erudita. El resultado es una obra situada muy por debajo del nivel de calidad y aspiraciones de la anterior.
El espíritu excesivamente ‘monográfico’, la tendencia a visualizar a las instituciones por sobre los grupos sociales, o la más amplia huida de temas comprometidos y ‘politizables’ han conspirado contra la producción de trabajos destinados a perdurar. El malograrse de algunas obras por la manía ‘particularista’ se da a veces en el transcurso del mismo trabajo. Así en Mercaderes del Litoral de José Carlos Chiaramonte, lo que apunta en la introducción como un interesante análisis del capitalismo de la primera mitad del siglo XIX, con la hipótesis de la preeminencia del capital comercial, resulta ser sólo el prólogo de un pormenorizado análisis circunscripto a la provincia de Corrientes, sin regresar sobre el tema general.
Luis Alberto Romero es el líder del grupo de los ‘nuevos historiadores’, al menos en su aspecto de ‘empresa cultural’. Vínculo directo con la generación anterior, en tanto hijo de José Luis Romero y heredero (a cerca de dos décadas de ‘la noche de los bastones largos’ el hiato que simbolizó el descabezamiento de la ‘renovación’ post-55) de la cátedra de Historia Social General que aquel había ejercido, encabeza además los mas variados campos de intervención historiográfica: Es editorialista del diario Clarín; conduce el grueso de las colecciones y series que vuelcan la producción del grupo, se ha multiplicado para compilar en forma de libro artículos sueltos de su padre o de sus colegas. Si bien no ocupa una de las cátedras de Historia Argentina en la carrera de Historia de la UBA (lo hizo por un tiempo, pero al parecer eligió concentrarse en Historia Social, pensada como vía de entrada de todos los estudiantes de Historia y otras carreras), ni dirige el Instituto Ravignani, eso no disminuye su papel de organizador, y nexo principal de la historiografía hegemónica con el conjunto de la vida cultural y con el ‘gran público’. El conjunto de la colección Historia y Cultura, que bajo la dirección de Romero ha sido el canal de publicación (o de difusión en un público más amplio que el de las revistas académicas) de muchos trabajos tanto de los miembros de esta corriente, como de autores ajenos a ella (sobre todo extranjeros) pero considerados ‘buena historia’ con sus criterios, es representativa de las opciones temáticas a las que nos venimos refiriendo. Para encontrar en ella un título referido al itinerario de la clase obrera en su vinculación con el peronismo, hay que ir al encuentro de Resistencia e Integración. El peronismo y la clase trabajadora argentina 1946-1976 del británico Daniel James; sobre las movilizaciones obreras y populares de los últimos 60’ y primeros 70’, sólo hallaremos El Cordobazo. Las guerras obreras en Córdoba 1955-1976,, de James Brennan, de la Universidad de Georgetown. Y si lo que procuramos es la trayectoria de las izquierdas, habrá que recurrir a La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina, rescate de un estudio del fallecido José Aricó, varios años anterior a su publicación. Y no se trata de una falla imputable al conjunto de la producción historiográfica y en ciencias sociales de los estudiosos argentinos, sino de un ‘recorte’ particular e intencionado efectuado por esta corriente. Basta examinar la aproximadamente contemporánea Biblioteca Política, del CEAL, para encontrar por decenas los trabajos (de las más variadas calidades, orientaciones disciplinarias y corrientes ideológicas) dedicados a la vieja y nueva izquierda, las organizaciones obreras, las organizaciones armadas, la última dictadura militar y sus consecuencias, entre otras cuestiones prolijamente excluidas de la otra colección. Podemos recurrir una vez más a la opinión de Hilda Sábato para explicar la virtual ‘huida’ frente a los temas de la historia reciente, aunque no la reticencia hacia otros temas y cuestiones a priori menos dolorosos:
“Fue una experiencia durísima y que nos ha marcado de la peor manera; sino volvemos sobre eso, va a ser muy difícil saber dónde estamos parados. No tengo pensado por qué quienes estamos en edad de hacer ese tipo de trabajo no lo estamos generando. En lo personal, tengo una dificultad para mirar ese período, no sólo como historiadora sino como intelectual, como una persona con intereses políticos y hasta como simple argentina, al punto tal que hay varios libros sobre ese período que no puedo leer.”
De nuevo, pese al señalamiento, la situación no se ha revertido: Son periodistas, militantes e historiadores de otras corrientes (el trabajo de Pablo Pozzi en torno al ERP entre varios ejemplos posibles) los que analizan la Argentina del 70’ en adelante. En otra dirección, no deja de llamar la atención la imposibilidad confesa, no ya de investigar una época, sino de leer acerca de ella. Semejante ‘bloqueo’ sobre un momento neurálgico de nuestra historia reciente, habla bastante mal de la capacidad de ‘distanciamiento crítico’ de los historiadores que lo padecen.
Al día de hoy, la escuela historiográfica predominante, realiza una tarea de intervención muy diversificada: Lideran la ‘formación de opinión’ sobre historia argentina en los medios masivos, encaran la edición de una historia argentina integral como trabajo de conjunto de toda la corriente: Nueva Historia Argentina, obra colectiva en curso de publicación, pensada para ocupar un lugar similar al que para los liberales jugó la Historia... de la Academia, la de summa de su producción del grupo y fijadora del canon interpretativo de ahora en adelante, aunque con características de mayor adaptación a un público amplio: Carencia de notas al pie, un estilo de escritura relativamente sencillo, ilustraciones. Luis Alberto Romero, señaló así los propósitos y rasgos fundamentales de esta obra, en un comentario a uno de los tomos:
“La colección se propone ofrecer a un público lector no especializado una versión accesible y rigurosa del pasado, acorde con los enfoques y los interrogantes de la historiografía actual. Fueron convocados los mejores historiadores universitarios, todos ellos investigadores, quienes comparten una perspectiva “social” de la historia. Tal caracterización, aunque muy general, define esta Historia y la diferencia tanto de las versiones académicas más tradicionales, cuanto de aquellas meramente narrativas o anecdóticas, hoy tan en boga.”
La orientación general aparece clara: La escribirán sólo aquéllos miembros de la corporación inscriptos en la tendencia hegemónica (la perspectiva ‘social’ que se enuncia, sumada a la extracción universitaria excluyente), y con ello se pretende ocupar un espacio de ‘alta’ divulgación, moderna y accesible pero no banalizadora, que garantice el imperio de los criterios historiográficos más reconocidos en la actualidad. Hay otro rasgo, lateral pero importante, de la colección: El lugar predominante (en la dirección general de la obra, asignada a Juan Suriano, en la coordinación de algunos tomos, otorgada a Noemí Goldman o Mirta Lobato), se le ha otorgado a la ‘generación intermedia’ (la que coincide con el grupo que edita Entrepasados). Una lógica lineal de jerarquías académicas hubiera otorgado la dirección a Romero, Hilda Sábato o Chiaramonte; deliberadamente o no, se enfatiza la capacidad de los historiadores sociales de generar su propia sucesión y auspiciar activamente la ocupación de espacios expectables por parte de ella.
Se halla asimismo avanzada la publicación de una suerte de compilación cronológica del pensamiento nacional, titulada justamente Biblioteca del Pensamiento Argentino, toda ella vaciada sobre el molde de Pensamiento y construcción de una nación: Argentina 1846-1880, editada por la Biblioteca Ayacucho hace un par de décadas. De hecho, una reedición de ese trabajo fue el primer volumen que apareció de la colección (aunque no ocupa el primer lugar en el plan de la obra), incluyendo una versión corregida del largo prefacio de T. Halperín Donghi. Por tanto, cada tomo de selección de escritos y documentos de la época, va precedido por un extenso estudio preliminar (algunos de ellos podría con holgura ser publicado como libro independiente, dada su extensión), a cargo de algún miembro del selecto núcleo de ‘patriarcas’ colocados hoy a la cabeza de la historiografía nacional: Chiaramonte, Halperín (dos veces hasta ahora), Botana, Gallo, y a dos ‘externos’ a la profesión, aunque vinculados a la historia de la cultura y las ideas, Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, también ampliamente consagrados, para los años posteriores a 1943.
También se acaba de editar una Historia de la vida privada en la Argentina, siguiendo el sendero marcado por la extensa compilación que sobre el mismo tema, pero con alcance universal, fue dirigida en Francia por Georges Duby y Philippe Aries; y ha salido a la luz en la Argentina una Historia de las Mujeres, en dos volúmenes, también a imagen y semejanza de una compilación dirigida desde Francia.
También publican obras de alto nivel pero no dedicadas sólo a especialistas, como la colección de Editorial Sudamericana dirigida por Romero, ya mencionada, y trabajos claramente de divulgación, como las biografías de personajes históricos editadas por Fondo de Cultura Económica, que se vendió en quioscos, y más importante, la historia argentina en fascículos brillantemente presentados (incluyendo versión en CD-ROM) que ha publicado el diario Clarín.
En materia de publicaciones académicas periódicas, este grupo no ha generado una ‘gran’ publicación específicamente histórica desde la UBA (el Boletín del Instituto de Estudios His-tóricos “Emilio Ravignani”, reaparecido en 1989, no ha alcanzado un nivel de difusión y calidad de presentación que le adjudique tal rango), pero ha publicado profusamente en Estudios So-ciales (de las Universidades del Litoral, Rosario y Comahue), en la tradicional Desarrollo Eco-nómico, en el Anuario de IEHS (de la Universidad Nacional del Centro) además de Entrepasados, baluarte de la generación intermedia y joven de la corriente, y en algunas otras publicaciones de universidades públicas y privadas, Pro-historia, de la Universidad de Rosario y Sociohistórica, de La Plata.
Entrepasados merece especial mención, porque refleja el trabajo de un conjunto de historiadores que han asumido, con alto grado de homogeneidad y autoconciencia, su carácter de integrantes de generación intermedia (Juan Suriano, Mirta Lobato, Patricio Geli, Ema Cibotti,etc.) que se ha nucleado en esa revista, pero la misma ha rebasado ese molde generacional, para convertirse en el órgano más específico de la corriente de ‘historia social’ sin acepción de generaciones. La vertiente de historia económica (centrada en la Facultad de CC.EE. con ramificaciones en la carrera de Historia) dirige la revista Ciclos del Instituto de Historia Económica de esta última facultad. En un plano intermedio entre la academia y la divulgación, no pocos trabajos breves han visto la luz en Punto de Vista, publicación no especializada, pero que constituye una suerte de ‘conciencia teórica’ y de lugar de encuentro multidisciplinario de toda esa corriente intelectual. Esa publicación vio la luz en plena dictadura militar, impulsada por un grupo de intelectuales empeñados en producir dentro del país, pese a las hostiles condiciones vigentes. La revista ha sido dirigida desde su fundación por Beatriz Sarlo, e Hilda Sábato ha formado parte de su comité editorial desde los comienzos; juega también un papel destacado en ella Adrián Gorelik, un historiador de la ‘generación intermedia’ nucleada en Entrepasados. El final de la dictadura, y el gradual retorno al país de muchos exiliados, amplió tanto el colectivo de escritura como el campo de lectores, conquistándole el sitial de órgano teórico por excelencia de la amplia corriente que cultivó un ‘post-marxismo’ cuyo desemboque político puede calificarse, siquiera de modo aproximativo, como socialdemócrata.
Ésta se ha entroncado con el ‘patriarca viviente’ (Tulio Halperín Donghi), y con los representantes más rigurosos y académicamente mejor situados de la generación de Halperín, que han mantenido su actividad más ligada a universidades y centros de estudios privados (Roberto Cortés Conde, Ezequiel Gallo, Natalio Botana). Han desarrollado asimismo una ampliación por cooptación, que también ensayan ocasionalmente hacia su izquierda, con éxito sobre todo con miembros de la generación joven ‘nacidos y criados’ en la entronización del modelo hiperprofesional y despolitizado de historiador. En ese cuadro, los más jóvenes presentan cierta heterogeneidad en su actitud, desde la incorporación lisa y llana a la ‘corriente principal’, hasta el enarbolar posiciones críticas (a veces bastante duras) pero sin romper lanzas con ella, buscando en la práctica una coexistencia cordial, quizás facilitada por una ‘despolitización’ del enfoque, con fundamentos diferentes pero resultados semejantes. Dentro de este último arco podría situarse el grupo nucleado en torno a Ignacio Lewcowicz. Quiénes, en cambio, sustentan posturas más abiertamente de ‘ruptura’ con la tradición actualmente entronizada, son los que se agrupan en torno a publicaciones marxistas que están por fuera de los aparatos académicos, como Taller o Razón y Revolución.
En síntesis, asistimos a la formación de un campo intelectual de amplio desarrollo, con sus reglas de excelencia, su división interna del trabajo, y múltiples niveles de inserción y difusión, que lleva ya casi dos décadas de formación y funcionamiento. No se trata de historiadores individuales o pequeños grupos, sino de una corriente de un nivel de autoconciencia, organicidad, inserción académica y diversificación en su accionar difícil de igualar en otros campos de las ciencias sociales en nuestro país. El gradual agotamiento (y en parte la supresión violenta, como en el caso de la izquierda revisionista) de corrientes históricas anteriores, la ha dejado virtualmente dueña del campo, y ha sabido aprovechar, no sin habilidad y laboriosidad, el espacio que se ofrecía a su acción. De un modo algo paradójico, ciertos fiascos políticos parecen haber redundado en mayor concentración y esfuerzo en el terreno profesional, con los logros y limitaciones consiguientes. Pero esos fracasos no dejan de producir un malestar que, fatalmente, se extiende desde el terreno político-social a los resultados de su producción intelectual y su enseñanza, la que a su vez es objeto de cuestionamientos, en su mayoría producidos desde la izquierda. Las fortalezas en cuanto a cohesión interna, inserción institucional y capacidad organizativa para actuar en ámbitos diversos, no alcanzan a ocultar las falencias de fondo de su producción.

Daniel Campione

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