martes, enero 29, 2008

“Ché Guevara”, una vida revolucionaria



Apartes del libro “Ché Guevara, Una vida revolucionaria”, del escritor norteamericano Jon Lee Anderson. Hace cuarenta años cayó el combatiente heróico que alguna vez hizo decir al poeta Roque Dalton: “El socialismo es una aspirina del tamaño del sol”.

Por Jon Lee Anderson

Ché se despide por última vez de sus hijos, antes de viajar a Bolivia
La partida inminente del Che era una situación muy penosa para Borrego, que trató de pasar el mayor tiempo posible con él. Viajaba frecuentemente a la casa de Pinar del Río, lo mismo que Aleida, quien pasaba ahí los fines de semana y cocinaba para todos. Sus hijos se quedaron sin saber que su padre estaba en Cuba, pero, en una ocasión, Aleida llevó al bebé Ernestito que el Che apenas había visto antes de marcharse al Congo y también a Celita, que, con sólo tres años, no lo reconocía. Borrego estaba ahí, y dijo que fue una de las experiencias más desgarradoras que jamás presenció. Ahí estaba el Che con su hijita, sin poderle decir quién era ni abrazarla como padre, porque no podía confiar en que guardara el secreto.

Borrego presenció la última metamorfosis física del Che. Aparte de colocarse una prótesis bucal para inflarse las mejillas, debía hacerse depilar una buena parte del cráneo para mostrar la calvicie avanzada de un cincuentón. Borrego se sentó a su lado cuando un barbero empezó a arrancarle los pelos uno por uno. Ante un chillido de dolor, Borrego dijo bruscamente al “especialista en fisionomías” de la inteligencia cubana a cargo de la operación que tuviera cuidado, pero el Che gruñó: “¡Tú no te metas!” Para que la calvicie pareciera natural era necesario arrancar el pelo de raíz, y el dolor era una prueba más a soportar.


Un día de octubre, poco antes de la partida, Borrego llevó unos quince litros de su helado preferido de fresas al campamento de instrucción. Era un día de fiesta y todos ocupaban una mesa larga. Cuando todos había comido, Borrego fue a servirse más helado, pero el Che exclamó:

“Oye, Borrego. Tú no vas a Bolivia, ¿por qué vas a servirte más? ¿Por qué no lo dejas para los hombres que sí van?”.

Esa crítica oída por todos lo desgarró; no pudo contener las lágrimas. Se alejó sin decir palabra, ardiendo de indignación y vergüenza. Sentado sobre un tronco, escuchó a sus espaldas las risitas de los rudos guerrilleros que luego se volvían carcajadas y supo que se mofaban de él.

Momentos después escuchó unos pasos. Una mano se posó sobre su cabeza y le revolvió el pelo. “Perdona por lo que dije– susurró el Ché-. Vamos, no tiene importancia. Vuelve a la mesa.” Borrego no alzó la vista: “Vete a la mierda”, dijo, y se quedó donde estaba un buen rato más. “Es lo peor que jamás me hizo”, dijo Borrego.

Con traje y sombrero, el Che tenía un ligero parecido con el actor mexicano Cantinflas, como había descubierto el difunto Jorge Ricardo Maseti. Así es como Fidel presentó a su “amigo” extranjero a un grupo de ministros de Cuba uno o dos días antes de la partida del Che. Nadie reconoció al hombre de traje. “Era perfecto, de veras – diría Fidel años después -. Nadie lo reconoció, ni siquiera los compañeros más íntimos, que hablaban con él como si fuera un huésped. Llegamos a hacer chistes sobre eso el día antes de su partida.”


Fidel dijo que se despidieron con un abrazo viril, como corresponde a dos viejos camaradas de armas. Como ambos eran hombres rescatados, poco dados a las demostraciones públicas de afecto, su abrazo “no fue muy efusivo”. Pero Benigno, uno de los guerrilleros presentes en el banquete de despedida del Che, dice que fue un momento cargado de gran emoción.

Por fin había llegado el momento: la operación para “liberar” a Sudamérica estaba en marcha y todos los presentes sintieron la solemnidad de la ocasión. Se había preparado una comida especial, asado de vaca y de cerdo, vino tinto y cerveza, porque el Che había pedido un menú “argentino-cubano”. Pero Benigno recuerda que a medida que Fidel se explayaba, daba consejos y alientos y recordaba los tiempos de la sierra, todos dejaron de comer y lo escucharon fascinados. Pasaron las horas. Casi al amanecer, cuando era el momento de partir, el Che se levantó de un salto.

Se abrazaron brevemente, luego se tomaron de los hombros y se miraron a los ojos durante un largo rato. Acto seguido el Che subió a su vehículo, dijo al conductor: “¡Vamos, carajo!”, desapareció. Un silencio melancólico cayó sobre el campamento, dice Benigno. Fidel no se fue: sólo se apartó de los demás y se sentó. Así permaneció un largo rato con la cabeza gacha. Los hombres se preguntaron si lloraba, pero ninguno osó acercarse.

Los últimos días fueron de gran emoción para todos, pero los momentos más penosos fueron los que pasó con Aleida y los niños. Un día antes de su partida de Cuba, al Che lo trasladaron de la finca a una casa segura en La Habana. Pidió ver a los hijos una última vez. Aleida los llevó a todos, menos a Hildita, que ya tenía diez años y quizás podría reconocerlo. Para el Che el encuentro era la prueba suprema de su disfraz; si sus propios hijos no lo reconocían, nadie lo haría. Y así fue: el Che no reveló su identidad: dijo que era el “tío Ramón”. Les traía noticias de su padre, ausente desde hacía tanto tiempo, quien le había encargado que les trasmitiera su amor y algunos consejos. Almorzaron juntos; tío Ramón ocupaba la cabecera como solía hacer “papá”.

Como en su encuentro anterior con Celita, el Che no pudo manifestarles su cariño de padre. Lo único que se atrevió a hacer fue pedirles que le dieran un beso para transmitírselo a su padre. En determinado momento, Aliusha se cayó y se lastimó la cabeza. Él la atendió y le dio un beso en la mejilla.

Ella corrió hacia su madre y le susurró: “Mamá, creo que ese hombre está enamorado de mí.”

El Che la oyó y sus ojos se llenaron de lágrimas. Aleida estaba conmocionada, pero contuvo las lágrimas hasta que pudo alejarse de los niños.

En el momento de la despedida, “tío Ramón” agitó la mano para saludar a su esposa y sus hijos. Fue la última vez que se vieron y, tal como había predicho en su cara despedida, sus hijos menores no guardarían recuerdo de él.

El asesinato del Che
El gobierno de Estados Unidos quería “conservar al dirigente guerrillero con vida cualesquiera que fueran las circunstancias”; aviones norteamericanos aguardaban para transportar al Che a Panamá donde lo someterían a interrogatorio. Zenteno Anaya respondió que no podía desobedecer una orden que venía directamente del presidente Barrientos y el Estado Mayor Conjunto. Dijo que enviaría el helicóptero de vuelta a las 14:00; quería su palabra de honor de que para entonces el Che estaría muerto y que se ocuparía de llevar el cadáver a Vallegrande.

(...) Después de la partida se Zenteno y Selich, Rodríguez estudió sus alternativas. Esa mañana, después de identificar a Guevara, había enviado el mensaje a la CIA y pedido instrucciones, pero éstas no habían llegado y ya era tarde. Podía desobedecer a Zenteno y desaparecer con el Che, pero en ese caso existía la posibilidad de cometer un error de magnitud histórica; Batista había encarcelado a Fidel Castro, pero con ellos no había podido detener su acción. Al fin y al cabo, escribió: “La decisión era mía. Y mi decisión fue dejarlo en manos de los bolivianos.” Mientras aún trataba de decidirse, oyó un disparo en la escuela. Corrió a la sala donde se encontraba el Che, quien lo miró desde el suelo.

Fue a la sala contigua, donde vio a un soldado con su fusil aún humeante y más allá estaba Willy “derrumbándose sobre una mesita. Literalmente escuché cómo se le escapaba la vida”. El soldado dijo que Willy había “tratado de escapar”.

Según su cronología de los acontecimientos, Rodríguez volvió a conversar con el Che y lo sacó fuera para fotografiarlo. Esas fotos, que la CIA conservó en secreto durante años, aún existen. En una se ve a Rodríguez, de rostro juvenil y regordete, rodeando con un brazo al Che, que parece una bestia sometida, la cara demacrada vuelta hacía el suelo, el pelo enmarañado, las manos atadas delante de su cuerpo.

Luego regresaron a la escuela y reanudaron la conversación hasta que los interrumpió una serie de disparos. Esta vez el ejecutado fue aparentemente el Chino Chang[1], a quien habían llevado allí aquella mañana, herido pero con vida; para entonces también habían traído los cuerpos de Aniceto y el cubano Alberto Fernández (“Pacho”), muertos en la quebrada. “El Che dejó de hablar – recordó Rodríguez -. No dijo nada sobre los disparos, pero su rostro expresó tristeza y meneó la cabeza lentamente de izquierda a derecha varias veces. Tal vez en ese momento comprendió que era hombre muerto, aunque yo no se lo dije hasta poco antes de la una de la tarde.”

Rodríguez salió para ordenar sus documentos y “postergar lo inevitable”. En ese momento se acercó la maestra del pueblo a preguntar cuándo matarían a Guevara. Le preguntó a su vez por qué quería saberlo, y ella dijo que según la radio, el Che ya había muerto de heridas recibidas en combate.[2]

Rodríguez comprendió que no podía demorarlo por màs tiempo y entró en la escuela. Dijo al Che que lo “lamentaba”, que había hecho todo lo posible pero que la orden venía del alto mando boliviano. No dijo nada más, pero el Che comprendió. Según Rodríguez, palideció por un instante y dijo: “Mejor así... no debí permitir que me tomaran con vida.”

Rodríguez preguntó si quería enviar un mensaje a su familia. “Dígale a Fidel que pronto verá una revolución triunfante en América... Y dígale a mi esposa que vuelva a casarse y trate de ser feliz.”

En ese momento, Rodríguez se adelantó y lo abrazó. “Fue un momento de tremenda emoción para mí. Ya no lo odiaba. Le había llegado el momento de la verdad, y se portaba como un hombre. Enfrentaba la muerte con coraje y dignidad.”

Rodríguez abandonó la sala. A petición del teniente coronel Ayoroa, un hombre ya se había ofrecido como voluntario, un sargento menudo y de aspecto rudo llamado Mario Terán que esperaba afuera. Su cara resplandecía como si hubiera bebido. Terán había participado en el tiroteo el día anterior y quería vengar la muerte de tres camaradas.

“Le dije que no disparase al Ce a la cara sino del cuello para abajo – dijo Rodríguez -, porque debían presentar el aspecto de heridas recibidas en combate. Subí la cuesta y empecé a escribir mis noas. Cuando oí los disparos miré mi reloj. Eran las 13:10.”

Las versiones difieren, pero según la leyenda, las últimas palabras del Che al ver a Terán en la puerta fueron: “Sé que viene a matarme. Dispare, cobarde, sólo va a matar a un hombre.” Terán titubeó, apuntó su fusil semiautomático y le disparó a los brazos y las piernas. Mientras el Che se retorcía en el suelo y aparentemente se mordía una muñeca para contener los gritos, Terán disparó otra ráfaga. La bala fatal le perforó el tórax y sus pulmones se llenaron de sangre.

El 9 de octubre de 1967, a los treinta y nueve años de edad, el Che Guevara había muerto.

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[1] El relato de Rodríguez se contradice en algunos aspectos con los de los oficiales bolivianos que estuvieron presentes en la Higuera, pero las discrepancias entre éstos son igualmente notables. Por ejemplo, según el ex teniente coronel Miguel Ayoroa, encerraron a Willy y Juan Pablo Chang juntos en la otra aula de la escuela y los ejecutaron simultáneamente. Este testimonio coincide con la versión màs ampliamente aceptada de los acontecimientos, según la cual la versión fotográfica del Che con Rodríguez tuvo lugar antes de la ejecución de Willy, y, después, el Che, Willy y Juan Pablo Chang fueron ejecutados prácticamente al mismo tiempo por “voluntarios” del ejército boliviano.

[2] La versión de la maestra, Julia Cortez, entonces una joven mujer de veintidós años, ha sido impugnada por los militares que estuvieron presentes, pero ella asegura que le permitieron ver al Che esa mañana a petición de él. Estaba nervosa, y cuando entró el Che clavó en ella una mirada que no pudo sostener. Señaló el pisaron, indicó u error gramatical en lo que ella había escrito y a continuación dijo que la suciedad de la escuela era vergonzosa, que en Cuba sería una prisión. Ella salió después de conversar brevemente. El Che volvió a llamarla poco antes de su ejecución, pero ella tuvo miedo de regresar.

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