domingo, abril 20, 2008

Nosotros, los sobrevivientes…


HÉCTOR ARTURO

Éramos casi niños, porque 14 no son muchos años para darle la bienvenida a la muerte. Nelson Fernández casi los había acabado de cumplir y Eduardo García Delgado era algo mayor, pero no tanto, y así y todo tuvo tiempo antes de morir para escribir con su sangre el simbólico nombre de Fidel. Y Fausto Díaz y Roger Lima, mutilados para siempre, también eran dos muchachones.
Ninguno sabía nada del olor de la pólvora y de los huecos tremendos que es capaz de abrir la metralla en el abdomen, en el cráneo o el tórax.
Nadie había pensado jamás en quedar mutilado o inválido para siempre, y menos aún en morir, porque a esa edad solo se habla de la vida y se le canta, y se le dicen poemas a las novias, se les besa en los labios, y se sueña con crecer y ser grandes, y tener muchos hijos y después más nietos, todo entre juegos de pelota o baloncesto, papalotes empinados o trompos, libretas y libros y lápices, o un domingo en la playa o almorzando en casa con los viejos, para después en familia echar unas partidas de dominó.
Pero la guerra se interpuso. Y nadie iba a dar un paso atrás, porque como buenos cubanos a ninguno le gustaba perder ni a las chapitas.
Y hacia allá partieron, sin saber siquiera en cuál punto de la geografía estaban ubicados Playa Larga y Playa Girón, ni Pálpite, Soplillar, San Blas, Buenaventura, Yaguaramas o Covadonga.
De guerras ni qué decir. Apenas la habíamos visto en el cine del barrio, cuando los yankis les ganaban todas las batallas a los coreanos o a los japoneses, siempre feos, horribles, traicioneros y asesinos.
Pero en el cine no se olía la pólvora, ni se sangraba a chorros, ni los gritos de dolor del compañero herido estremecían hasta el tuétano de los huesos.
Solo se sabía que había que disparar y convertir aquel inhóspito paraje en un infierno de fuego y plomo, para que terminara de una vez por todas aquello que habían impuesto desde afuera, cuando hubiéramos querido estar en la Sierra Maestra, en el Escambray o en los Órganos, alfabetizando a campesinos, o cortando caña para la Zafra del Pueblo, o simplemente enamorando a las muchachitas en el parque de la esquina.
Ninguno sabía a ciencia cierta qué carajo era el socialismo, pero pensábamos que tenía que ser algo bueno, porque Yuri Gagarin había acabado de volar por el cosmos y era un soviético, y aquella hazaña se diferenciaba mucho del sabotaje terrorista que incendió la tienda El Encanto, para acabar con la vida de Fe del Valle.
Pero sobre todo sabíamos que Fidel el día antes nos había llamado a combatir por ese socialismo, que pocas horas después comenzó a convertirse en algo más que una simple palabra económica, política o filosófica.
Si alguien tembló, fue de frío, y jamás por temor. Porque repito que con la muerte rondándole las vidas, nunca pensó ninguno en que podía morir, sino en matar para vivir, y en vivir para que nunca nadie más osara intentar matarnos con sus guerras.
Pero la guerra es también que te maten. Sin saberlo. Ni pensarlo. Ni buscarlo. La muerte te encuentra. Y si no logra llevarte con su guadaña te deja marcado para siempre. Por ti o por los otros. Por tus heridas o las de tus compañeros.
Fausto perdió sus dos piernas y el brazo derecho. Roger quedó inválido hasta que murió años después, postrado y sin siquiera poder volver a amar a su joven y bella esposa.
Nelson se fue con sus 14 años. El estadio de San José de las Lajas lleva su nombre, es cierto. Pero Nelson jamás va a arar la tierra de su padre, ni besará jamás a mamá, ni se sabrá si dejó alguna noviecita en el batey cercano.
Eduardo y Roger tampoco estarán más junto a nosotros, más que como banderas y juramentos.
Derrotamos a los mercenarios en menos de 66 horas de infierno. Les capturamos 1 179 prisioneros armados hasta los dientes, y a pesar de que sabíamos que ellos habían mutilado a Fausto, invalidado a Roger y acabado con las jóvenes vidas de Eduardo y de Nelson, nadie les dijo siquiera una palabra ofensiva, aunque estuviéramos locos por caerles a rafagazos de metralletas checas y de FAL belgas, y hacerles pagar bien caro sus crímenes.
Fueron juzgados y condenados. Y después canjeados por compotas y medicinas, que sus jefes yankis nunca llegaron a completar para saldar su deuda genocida, que ascendió al impagable precio de 176 vidas cubanas.
Y allá andan, en Miami, hablando basura como siempre, y como siempre mintiendo, cuando debieran tener sus cabezas escondidas en el estiércol, tras haber sido derrotados por hombres y mujeres, y por niños convertidos en hombres y en héroes de la noche a la mañana.
Después, como la vida es caprichosa, volvieron a obligarnos a otro Girón mucho más lejos que este de la Ciénaga de Zapata. Y los hicimos correr de nuevo en Cabinda y Quifangondo, en Malange y en Huambo, en los Morros de Medunda y en Menonge, en Cuito Cuanavale y en Calueque, en Harare y Diredawa, y en otros sitios de África, donde multiplicamos por mil la victoria de abril de 1961.
Y aquí seguimos, con nuestros muertos en el alma cada vez que se avecinan fechas como estas. Y siempre. Con los monumentos, fábricas, escuelas, hospitales, cooperativas y parques que llevarán eternamente sus sagrados nombres que nadie va a borrar ni a destruir jamás. Sin tumbas de soldados desconocidos ni puestos de mando a mil kilómetros del frente. Sin arrodillarnos, más que para afinar la puntería, invictos e invencibles, como el Comandante en Jefe que nos enseñó a borrar de nuestras mentes las palabras rendición, reconciliación y derrota. Y eternamente agradecidos a aquellos que con su sangre hicieron posible que 11 millones de cubanos vivamos esta sobrevida que al decir del poeta les debemos, ahora mucho más socialistas y más libres¼

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