jueves, mayo 22, 2008

Argentina y la enfermedad holandesa.

Las viejas ilusiones del granero (sojero) del mundo

En 1959 se descubrieron en Holanda enormes reservas de gas natural que el país comenzó a exportar masivamente. Paradójicamente, en poco más de una década, y como consecuencia de la catarata de divisas que entró al país revaluando el florín, se estancó la producción industrial y el desempleo creció en forma abrupta. La revaluación del florín implicó una drástica pérdida de competitividad internacional de la antes poderosa manufactura holandesa, aun en medio de un clima de aparente prosperidad y con generosos ingresos por exportaciones engrosando las arcas fiscales.
La bonanza exportadora alteró drásticamente los principales precios relativos (esencialmente el tipo de cambio), transformando radicalmente la estructura productiva del país, generando enormes trastornos y produciendo desindustrialización y desempleo. Desde entonces, dicho fenómeno se conoce mundialmente con el nombre de «enfermedad holandesa». Aun cuando no esté relacionada con el descubrimiento de un recurso natural, tal enfermedad puede ser también el resultado de cualquier circunstancia que genere abruptos ingresos de divisas, como un notable repunte de los precios de commodities. Los candidatos a sufrir tal «virus» son aquellos países que súbitamente logran grandes éxitos exportando materias primas. Por supuesto, no es una fatalidad que la abundancia de recursos naturales sea siempre una maldición. Pero la experiencia enseña dolorosamente que la creencia sobre las bondades de la exportación primaria como base de la prosperidad general es por lo menos ingenua.
En el caso argentino se registra una tendencia gradual hacia la apreciación del peso como consecuencia del enorme superávit comercial, debido particularmente a las exportaciones de soja, petróleo y otras materias primas. El abaratamiento del dólar podría así tener impactos nocivos sobre la competitividad industrial, poniendo en entredicho hacia el futuro los resultados alcanzados en estos cinco años en crecimiento del PBI y empleo. Esta tendencia es explicada por los economistas ortodoxos (y también por algunos heterodoxos) como la prueba fatal de que la economía argentina sólo tiene chances de sostener un sendero de crecimiento de exportaciones basado en las exportaciones de materias primas, dado el escaso crecimiento que habrían registrado las exportaciones manufactureras tras la devaluación. Dicen, a coro, que ni siquiera un salario en dólares tan deprimido como el actual garantiza un sostenido repunte de exportaciones no primarias.
Junto a este argumento, y dados los crecientes precios internacionales de las materias primas, los sectores más ortodoxos del pensamiento económico intentan legitimar así una propuesta (basada en el «realismo» político) de «inserción primaria-exportadora» apoyándose en las ventajas derivadas de la actual situación internacional. Un retorno aggiornado del modelo «agro-exportador» que conecta perfectamente con la baja (o anulación) de las retenciones.
Al respecto debe mencionarse que la consolidación exportadora del complejo sojero representa un cambio fundamental dentro de la producción agropecuaria. Por primera vez desde el auge de la explotación del lanar en el siglo 19, los productores pampeanos se vuelcan a producir y exportar principalmente un producto primario que no se destina al consumo alimentario de los asalariados. Sin embargo, como contrapartida, además del efecto devastador que el monocultivo sojero tiene sobre el suelo y el medioambiente, el auge de la producción de soja es también un factor central a la hora de explicar el estancamiento o reducción de las producciones de otros bienes alimentarios (lácteos, carnes, frutas). Esta sustitución de producciones tiende a incrementar el precio de los alimentos. Con este u otro gobierno, la diferencia de rentabilidades entre producciones agropecuarias (en particular a favor de la soja) debe, por tanto, ser contrapesada de algún modo si se quiere realmente favorecer la diversificación productiva a fines de brindar alimentos a la población a precios razonables.
Eso supone ir a contramano de lo que dictan los mercados internacionales y por ende rechazar de plano la quimera (porque es solo eso, una mera ilusión) de que el bienestar de los argentinos depende de los precios internacionales de las commodities agropecuarias y, en suma, del «campo argentino». En buena parte de su historia, los recurrentes ciclos argentinos han sido consecuencia, justamente, de la conjugación de una elevada productividad «natural» del sector primario (fuente principal de generación de divisas) y la falta de una adecuada acción reguladora del Estado que pueda bloquear la presión revaluatoria, o sea, la «enfermedad holandesa».
Es en esta dinámica estructural donde pueden hallarse las razones de ciertas paradojas trágicas del desarrollo nacional: cuando más robusto es el sector agropecuario, cuando más intensamente el país explota sus recursos naturales, cuando más granos y soja exporta, … termina habiendo más pobreza y exclusión social, y mayores porcentajes de población que devienen «sobrantes». El ejemplo más dramático es la crisis del 2001. Eso no evita, claro, que con el paso del tiempo se generen, una y otra vez, ilusiones ópticas que retrotraen la memoria a un pasado idealizado, donde la riqueza se juzgaba en base a patrones estáticos. Es el pasado aquel de la Argentina «granero del mundo», potencia mundial que perdió la brújula en el camino y que habría sido reemplazada por el populismo, la industrialización ineficiente y los sindicatos. En verdad, ni ayer ni hoy hay modo de alimentar y abastecer a la población con solo las exportaciones de granos. Ni tampoco de dar empleo, ni de tener esperanza de progreso. En todo el mundo el agro es cada día más una simple rama de la industria. Cada día más la riqueza depende menos de la dotación que proveé la naturaleza y más del trabajo, el aprendizaje y la inteligencia del hombre.
Esta mistificación sobre el «granero del mundo» persiste incluso a setenta años del quiebre del modelo primario-exportador, como puede apreciarse hoy en los diagnósticos y pronunciamientos políticos de la totalidad de la dirigencia agropecuaria y de algunos economistas. Resulta incomprensible para estos sectores que la expansión argentina entre 1870 y 1930 se basó en ventajas comparativas del agro pampeano derivadas de la fertilidad natural de la llanura pampeana, lo que permitía ofrecer carne y cereales a costos mucho menores que los internacionales. Pero dichas actividades eran más de carácter extractivo que resultado del ingenio y el esfuerzo humano; de hecho, el ganado se reproducía casi espontáneamente, mientras que el elevado rendimiento agrario era consecuencia directa de la roturación de suelos vírgenes, ricos en nutrientes naturales y bien regados por las lluvias.
Así, como escribió el profesor Jorge Schvarzer, «las formas asumidas por las actividades productivas permitieron que se confundiera la causa de esa riqueza hasta hacerla aparecer como un resultado de la «actividad humana», antes que como fruto de una naturaleza pródiga. El lenguaje de la época traducía esa imagen en frases bien expresivas; una de ellas presentaba al país con una gran «fábrica de carne», como si esa manera, rutinaria y rudimentaria, de aprovechar la multiplicación del ganado fuera un éxito técnico y una operación fabril». Por supuesto, las explotaciones agropecuarias ya no son lo que eran. Se han modernizado y aumentado su productividad, crecientemente influidas por la propia actividad industrial y científico-tecnológica. Pero es necesario hacer memoria para no caer, una vez más, en vanas ilusiones que conduzcan sin etapas al viejo virus holandés.

Fabián Amico

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