domingo, mayo 18, 2008

Celia Sánchez Manduley, la flor más autóctona de la Revolución


Despues de su muerte el 11 de enero de 1980 a causa de una penosa enfermedad que jamás pudo opacarle el brillo, los cubanos siguen explicándose por qué un día el presidente Fidel Castro llamó a Celia Sánchez Manduley, la flor más autóctona de la Revolución.
Cuando aún no era la legendaria Norma de la clandestinidad, ni la infatigable organizadora y guerrillera de la Sierra Maestra, en ella se adivinaban ya las virtudes que desde siempre le valieron el calificativo.
La niña que aprendía en la escuelita rural a cocinar y hacer trabajos manuales fue luego la adolescente a quien las muchachas del pueblo consultaban cada detalle de sus bodas, y la que censó a los niños pobres del barrio para regalarles un juguete el Día de Reyes.
O la joven que enviaba, camuflados dentro de cigarrillos, diminutos mensajes de aliento a los sobrevivientes del asalto al cuartel Moncada, presos en el castillo del Príncipe.
Y la que en la Navidad de 1953 les mandó comidas y dulces para que sintieran menos los rigores del encierro.
La Celia que aprendía de su maestra cómo dirigir un hogar, sería la eficaz colaboradora de Fidel en la Sierra Maestra, la que se ocupaba de los víveres, de los talleres para coser uniformes verde olivo, de repartir ganado entre los campesinos de las zonas liberadas...
Las manitas infantiles que aprendieron a dibujar y tejer primorosamente, fueron las manos juveniles que en 1956 cortaron su hermoso pelo para donar al Movimiento 26 de Julio los 25 pesos que le ofrecían a cambio en una peluquería.
Aquel buen gusto que la distinguió desde su juventud, fue el que la guió al triunfo de la Revolución para diseñar los uniformes de los escolares cubanos y el que la llevó a desarrollar una escuela de alta costura a tono con las costumbres y el clima del país.
La exquisita sensibilidad artística que mostró desde adolescente se reveló también cuando muchos años después imprimió su sello personal al parque Lenin y a un sinfín de instalaciones culturales y sociales.
O a la producción cinematográfica, la artesanía, las artes plásticas, la museología, el diseño, la jardinería, la música y las artes del espectáculo...
La chica que correteaba entre los charcos de agua dejados por la lluvia, fue la joven que, temeraria, escapó de la policía de Batista atravesando un espeso campo de marabú aunque en rostro y brazos le quedasen las huellas dolorosas de las espinas.
En la incansable niña que fue Celia fue fraguándose una combatiente cuya frágil apariencia ocultaba una gran resistencia física y una sorprendente maña para vencer cañadas y lomeríos, muchas veces bajo el acoso de la aviación enemiga.
En tiempos de la II Guerra Mundial, Celia se iba a la costa a rescatar pacas de algodón, barras de chocolate y otros objetos procedentes de barcos hundidos para luego repartirlos entre las familias más necesitadas.
Era la misma que años después, en la Sierra Maestra, procuró canastillas a los hijos de los compañeros que caían sin conocerlos, y la que tras el triunfo de enero de 1959 se ocupó de que estudiaran como habían soñado sus padres.
La niña que escuchaba absorta la historia de las guerras independentistas contra España, fue la joven que en compañía del padre plantó un busto de José Martí en la cima del Turquino.
Y la que, ya guerrillera, preservó en los lomas rebeldes los documentos que permitirían reconstruir los pasajes épicos de aquella etapa de la Revolución que culminó la gesta mambisa.
La niña que sacaba peces de un estanque con un paraguas o hacía mil ingeniosas trastadas, fue la joven que en 1957 ?obombardeó? una estación de policía con decenas de globos en los que había dibujado un 26 en rojo y negro, símbolo del movimiento revolucionario.
La chica a la que un pescador negro reveló todos los secretos de la costa sur-oriental cubana, fue la conspiradora que exploró los lugares por donde mejor podía desembarcar el yate Granma en 1956.
Y la mujer sencilla que después de 1959 gustaba tornar a aquellos lugares para escuchar una vez más de sus antiguos amigos inauditas historias sobre peces gigantes y vendavales de espanto.
La Norma cuyo cargo en la clandestinidad era ignorado por muchos de sus camaradas, pero que estaba al tanto de cada acción y podía opinar sobre todo, fue la heroína que luego del triunfo rehusaba homenajes y medallas y aparecía poco en público.
Un aciago 11 de enero de 1980, la Muerte se la llevó calladamente, cual si temiera quebrar el halo de silencio activo y laborioso que siempre la rodeó.
A los cubanos les basta pronunciar su nombre para sentir las perpetuas fragancias de la flor más autóctona de la Revolución.

Prensa Latina

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