lunes, julio 27, 2009

La revolución española (1931-1939)


Primera parte del trabajo de Pierre Broué, La revolución española (1931-1939). Una reedición muy oportuna para recordar a este gran historiador y para distribuir de nuevo un texto de indudable interés

Introducción.

Pierre Broué y la revolución española

A vísperas del setenta aniversario de la Guerra Civil, reeditamos la primera parte del trabajo de Pierre Broué, La revolución española (1931-1939). Una reedición muy oportuna tanto para recordar la vida y trabajo de este gran historiador como para hacer disponible de nuevo un texto de indudable interés.
El año pasado Pierre Broué murió con 79 años. Dejó tras él una larga vida como historiador, profesor y militante revolucionario.
Broué participó muy joven en la resistencia contra los nazis como miembro de las Juventudes Comunistas. Pronto pasó a las filas del trotskismo, militando en la Organisation Communiste Internationliste hasta 1989. Después colaboró con la revista Démocratie et Socialisme. También fue el fundador y animador del Insitut León Trotsky y su excelente revista Cahiers Leon Trotsky.
Sus estudios sobre el movimiento comunista, desde su historia del Partido Bolchevique, pasando por la revolución alemana, los procesos de Moscú, la historia de la Oposición de Izquierdas hasta su magistral historia de la Internacional Comunista, han sido y son de referencia obligatoria para cualquier persona que quiera ir más lejos no solamente de las mentiras estalinistas sino también de los tópicos de la historia burguesa. Sobretodo su monumental biografía de Trotsky (todavía no traducida), producto de 30 años de trabajo, que probablemente sea su contribución más importante a nuestra comprensión del movimiento revolucionario en el siglo XX.
Aquí en el Estado español tenemos una deuda especial con Broué. Su historia de la Guerra Civil yRevolución (escrita con Emile Témime), editada en francés por primera vez en 1961 (en castellano en 1977), sigue siendo uno de los estudios de más valor sobre el tema. Su edición de los escritos de Trotsky sobre la revolución española, repleta de explicaciones contextuales, notas y un excelente apéndice documental, es de gran utilidad (a pesar de los lamentables fallos de edición). Igualmente imprescindible es su estudio sobre Stalin y la Guerra Civil española, a base, en parte, de los archivos soviéticos recién abiertos (desafortunadamente sólo se ha editado hasta ahora en francés, en 1993).
Reproducimos la primera parte del trabajo de síntesis de Broué sobre la revolución, que fue editado por primera vez en francés en 1973, y luego en castellano en 1977. La segunda parte del trabajo, que contiene una colección de documentos muy útiles para complementar el estudio escrito por el propio Broué y un capítulo de sumo interés: “Estado de la cuestión: problemas y querellas”, se puede consultar en nuestra página web (www.enlucha.org).

Para introducir el texto, nada mejor que recurrir a las palabras, escritas en 1971, del propio Broué:

Rogamos al lector que en ningún momento busque lo que no podría encontrar: ni una historia política de la última República española, ni una historia de la guerra civil. Hemos intentado solamente ajustar al máximo nuestro tema, la revolución, es decir, la lucha de los obreros y de los campesinos españoles por sus derechos y libertades, por las fábricas y las tierras y por el poder político finalmente.
La revolución. Éstas son las imágenes ya clásicas: manifestaciones, huelgas, asalto a las prisiones, milicianos en mono, barricadas, dinamiteros, ejecuciones sumarias y colectivizaciones. Pero éstas son también las exégesis contradictorias, los debates teóricos, las polémicas y los conflictos personales, las batallas de aparatos, las fracciones y las tendencias, en una palabra, todas las otras formas que revisten combates de ideas y conflictos entre fuerzas sociales.
Está también ante ella –a veces en sus propias filas y bajo la misma bandera– siempre presente hasta cuando, como aquí, no se le percibe más que como una silueta o un disfraz, la contrarrevolución.

En lucha, marzo 2006

1. La monarquía, una fruta madura

El 12 de abril de 1931 España votó para designar sus consejos municipales. Hacía más de un año que el general que gobernaba en régimen de dictadura desde 1923, Primo de Rivera, se había marchado, despedido por el rey Alfonso XIII, que antes no le había regateado su apoyo. Fue reemplazado por el general Berenguer y después por el almirante Aznar, que organizó estas elecciones —a pesar de los riesgos evidentes— para dar al régimen, frágil, duramente mermado por la crisis y el descontento general, una cierta base. El 12 de diciembre anterior, dos oficiales, los capitanes Galán y García Hernández intentaron en Jaca un pronunciamiento en favor de la República. Fracasaron, y Alfonso XIII insistió personalmente para que fueran fusilados, lo cual se hizo. Si el rey, sin embargo, corrió el riesgo de llamar a las urnas y de prometer el restablecimiento de las garantías constitucionales suspendidas bajo la dictadura es porque esperaba que las estructuras tradicionales —el reinado de los caciques— dieran la victoria electoral a los candidatos monárquicos. No era el único que esperaba tal resultado, ya que los dirigentes socialistas Largo Caballero y el republicano Manuel Azaña pensaban, como él, que estas elecciones serían “como las otras”: una razón suficiente a los ojos de los dirigentes socialistas para llamar a no tomar parte en unas votaciones a todas luces trucadas...
Ante la sorpresa general, estas elecciones municipales constituyeron una verdadera marea electoral: participación particularmente elevada en las votaciones y desbordante mayoría para los republicanos en todas las ciudades, sobre todo en Madrid y Barcelona. El hecho, ya previsto, de que en el campo salieran elegidos, poco más o menos en todas partes, los monárquicos, no cambiaba nada: estaba claro que la pequeña burguesía había votado en masa contra la monarquía. El principal consejero del rey, el conde de Romanones, uno de los mayores propietarios de tierras del país, fue el primero en sacar conclusiones políticas de estas elecciones: el rey debía marcharse. Esta era también la opinión del general Sanjurjo, otro amigo personal del soberano, director general de la Guardia Civil: se lo dijo sin rodeos. El desafortunado soberano vaciló un poco, pero debió rendirse a la evidencia: sus fieles más próximos, sus partidarios más encarnizados son unánimes al pensar que debía marcharse si no quería hacer correr al país el riesgo de una “revolución roja”, en otros términos, de una revolución obrera y campesina. Alfonso XIII hizo, pues, sus maletas y emprendió sin tambores ni trompetas el camino del exilio. La monarquía española se había desvanecido sin gloria. La historia de la Segunda República comenzó con esta sorpresa que algunos saludaron con asombro, un cambio de régimen obtenido por simple consulta electoral, la proclamación de una república que no había costado ni una sola vida humana...
Ya algunos meses antes, comentando la marcha del dictador Primo de Rivera, Trotsky, observador atento de los acontecimientos en España, había notado que en el curso de esta “primera etapa” la situación había sido resuelta “por las enfermedades de la vieja sociedad” y no “por las fuerzas revolucionarias de la nueva sociedad”1. Es decir, que España era una de las sociedades más “enfermas” de Europa, el eslabón más débil de la cadena del capitalismo. El avance adquirido por ella en el alba de los tiempos modernos se transformó en su contrario como consecuencia de la pérdida de sus posiciones mundiales al acabar el siglo XIX. La sociedad del Antiguo Régimen no había acabado todavía de descomponerse cuando la formación de la sociedad burguesa comenzaba ya a detenerse. El capitalismo no había tenido ni la fuerza ni el tiempo para desarrollar hasta el final sus tendencias centralistas, y el declinar de la vida comercial e industrial urbana, la disolución de los lazos de interdependencia entre las provincias reforzaba las tendencias separatistas cuyas raíces se hundían en la más lejana historia de la Península.
En lo esencial, la España de principios del siglo XX continuaba siendo un país agrícola donde la aplastante mayoría, 70% de la población activa, se consagraba a la agricultura con medios técnicos rudimentarios, obteniendo los más bajos rendimientos por hectárea de toda Europa, dejando sin cultivo, por falta de medios y de conocimientos, debido a la estructura social, más del 30 % de la superficie cultivable. En la totalidad del país, la tierra pertenecía esencialmente a los hacendados, los terratenientes que vivían en régimen de dependencia parasitaria de una masa rural pauperizada: 50.000 hidalgos rurales poseían la mitad del suelo, 10.000 propietarios poseían más de 100 hectáreas, de tal manera que más de dos millones de trabajadores agrícolas dependían, para vivir, del trabajo en los grandes latifundios, al igual que un millón y medio de propietarios de pequeñas fincas. Los ejemplos de estas propiedades inmensas son bien conocidos, la del duque de Medinaceli con sus 79.000 hectáreas, o la del duque de Peñaranda con sus 51.000... Es necesario matizar lo expresado anteriormente, indicar que en el norte y el centro el problema de las pequeñas propiedades —el de los minipropietarios, de los granjeros, de los colonos contratados en diversas condiciones— no era el de los latifundios del sur y de la gran miseria de sus trabajadores agrícolas, los braceros. Sea como fuere, la tierra de España pertenecía a un puñado de oligarcas y el campesino español profundamente mísero tenía hambre de tierra.
La Iglesia española ofrecía una imagen conformista a todo este mundo rural medieval. Al lado de la masa campesina que contaba con un 45 % de analfabetos, se contaban más de 80.000 sacerdotes, monjes o religiosos, lo mismo que alumnos de establecimientos secundarios, más de dos veces y media el efectivo total de estudiantes. Con sus 11.000 haciendas, la Iglesia española no estaba lejos de ser el mayor propietario de tierras del país ; por otra parte dominaba casi totalmente la enseñanza, con escuelas confesionales en las cuales habían sido educados más de 5 millones de adultos, y reflejaba en su jerarquía la manera de ser más resueltamente reaccionaria y prooligárquica. Su jefe, el cardenal Segura, arzobispo de Toledo, gozaba de una renta anual de 600.000 pesetas —contra una media de 161 para un pequeño propietario andaluz. Era, según la expresión de un historiador español, un “hombre de Iglesia del siglo XIII”, para el cual “el baño no era una invención de los paganos, sino del mismo diablo”2.
El ejército no era menos característico. Nacido en la época de las guerras napoleónicas, amparándose en la joven generación de las clases dominantes decadentes que lo esperaban todo del Estado, creyéndose depositarias de una misión nacional, el ejército era una fuerza social que buscaba el apoyo de una clase dominante herida de muerte, y su columna vertebral, la casta de los oficiales, justificaba, más que todos sus restantes privilegios, el de “pronunciarse”, es decir, ampararse en su propio provecho del control del Estado por el golpe de Estado militar.
A principios del siglo XX, particularmente en el período de la Primera Guerra Mundial, se reanudó, en parte, la industrialización. Sin embargo, quedó reducida a unas determinadas zonas geográficamente limitadas. La industria metalúrgica dEuskadi era la única en presentar los rasgos de una industria moderna concentrada. La industria textil de Catalunya, la más importante desde el punto de vista de la producción global, quedó desparramada en una multitud de pequeñas y medianas empresas. En el marco del mercado mundial, España no era más que una semi-colonia, que no ofrecía más que los productos —una pequeña parte— de su agricultura o de sus minas a cambio de productos industriales extranjeros, ampliamente abierta a los capitales extranjeros que habían colonizado durante algunos decenios todos los sectores rentables, las minas, la industria textil, la construcción naval, la energía hidroeléctrica, los ferrocarriles, los transportes urbanos, las telecomunicaciones... No existía una verdadera burguesía capitalista española: las acciones bancarias e industriales estaban repartidas entre las sociedades extranjeras y los más importantes terratenientes —los que verdaderamente daban un sentido más general al término de “oligarquía”. Entre el millón de éstos, que Henri Rabasseire llama “los privilegiados” —funcionarios, sacerdotes, oficiales, intelectuales, propietarios y burgueses—, y los dos o tres millones de obreros de las industrias y de las minas, se intercalaban “clases medias” que procedían tanto del Antiguo Régimen como de una sociedad moderna, un millón de artesanos urbanos, un millón de esas familias de intermediarios nacidos del desarrollo capitalista en los centros urbanos de las regiones más desarrolladas3.
Ahora bien, la unificación nacional no llegó a su término, y dos de estas regiones —bastiones de la industria—, Catalunya y Euskadi, manifestaron fuertes tendencias separatistas. Si el Partido Nacionalista Vasco y la Lliga Catalana, nacidos de las capas dirigentes de estas dos regiones, eran formaciones autonomistas de tendencia conservadora, léase reaccionaria, la “cuestión nacional” se convertía en una de las motivaciones esenciales que movilizó contra el centralismo castellano a la pequeña burguesía, y a una parte del proletariado, a través, por ejemplo, de la Esquerra catalana. Utilizada por las fuerzas conservadoras en el marco de la crisis que las destrozó, la opresión nacional de los vascos y los catalanes constituyó un elemento explosivo en el contexto de una crisis más general, la de la sociedad en su conjunto.
Tal era la situación a comienzos de este siglo: la que hizo en efecto de España uno de los eslabones más débiles del capitalismo. Todos los elementos se encontraban ya desde ahora reunidos para que se conjugaran estos diferentes movimientos que, ya en 1917, darían a la Revolución rusa su irresistible poder: la insurrección de los campesinos pobres, el levantamiento de los trabajadores industriales, el movimiento de emancipación nacional, los tres dirigidos contra una oligarquía que no tenía otra alternativa que la de luchar, por todos los medios, para mantener en una supervivencia precaria el sistema decadente que asegurara su dominación. Esta es la situación que condujo al rey Alfonso XIII a recurrir en 1923 a los servicios del general Primo de Rivera para la ejecución de un pronunciamiento, del que fue el inspirador al mismo tiempo que cómplice. Se trataba de imponer a las clases dirigentes divididas por la explosión de dificultades económicas, que se agudizaron con la vuelta de la paz, medidas de “salud” dictadas por una concepción del interés general permitiendo eventualmente atacar a ciertos privilegiados. Se trataba sobre todo de poner fin a la agitación obrera y campesina, de aprovechar la crisis interna, la división del movimiento obrero para apoderarse de las principales conquistas obreras, y en particular para destruir las libertades democráticas relativas que permitían en cierta medida la organización de los obreros y los campesinos.
Fue, pues, bajo el enérgico puño del ministro del Interior de la dictadura —el general Martínez Anido, célebre por haber lanzado a principios de los años 20 a sus asesinos, los “pistoleros”, contra los militantes de la CNT catalana— que el “directorio” de Primo de Rivera destituyó los consejos municipales, revocó los funcionarios, censuró los diarios, se apoderó de las condiciones de trabajo, violó alegremente la jornada de ocho horas, mientras una inflación galopante devoraba los salarios y el nivel de vida de los obreros, y mientras la abertura de España a los capitales americanos permitía buenos negocios y espectaculares especulaciones. Todo esto no aseguró a la oligarquía más que un breve plazo. La crisis mundial de 1929 debilitó profundamente la dictadura a la que los sonoros escándalos financieros habían desacreditado profundamente, incluso entre las capas sociales que le suministraban un apoyo, el ejército y la pequeña burguesía. Fue para proteger a la monarquía por lo que el rey se decidió finalmente a prescindir del general. Pero, de la misma manera, la oligarquía, menos de un año después, echaría a su vez a la monarquía, sin tener que fingir un pronunciamiento. No fue necesario, en efecto, en esta España de principios del siglo XX, que los obreros y los campesinos se pusieran en movimiento para inspirar temor: aun cuando estaban en apariencia ausentes de la escena política, fue a causa del peligro que representaba el que pudieran llegar a ser propietarios y políticos, y los acontecimientos de 1931 no sabrían explicarse sin recurrir a este factor, pasivo por el momento, pero potencialmente terrorífico por lo que representaba de amenaza a la propiedad y a la dominación.
Ya al día siguiente de la caída de Primo de Rivera, la agitación estudiantil contra el gobierno del general Berenguer constituía un signo anunciador de movimientos sociales infinitamente más decisivos. Observador lúcido, apoyado en la experiencia de las luchas revolucionarias a comienzos del siglo, Trotsky podía escribir a este respecto:
Las manifestaciones activas de los estudiantes no son más que una tentativa de la joven generación de la burguesía, sobre todo de la pequeña burguesía, para encontrar una salida al inestable equilibrio en el que se encuentra el país después de la pretendida liberalización de la dictadura de Primo de Rivera. Cuando la burguesía renuncia consciente y obstinadamente a resolver los problemas que se derivan de la crisis de la sociedad burguesa, cuando el proletariado no está preparado para asumir esta tarea, son a menudo los estudiantes quienes ocupan la vanguardia. Este fenómeno ha tenido siempre para nosotros una significación enorme y sintomática. Esta actividad revolucionaria o semirrevolucionaria significa que la sociedad burguesa atraviesa una profunda crisis. La juventud pequeño-burguesa, sintiendo que una fuerza explosiva se acumula en las masas, tiende a encontrar a su manera la salida a este callejón y llevar adelante el desarrollo político.4
Precisamente porque la acumulación de “fuerza explosiva en las masas” no era todavía la explosión misma, la oligarquía se benefició en 1931 de una prórroga y pudo buscar, con el régimen republicano, una forma nueva de su dominación que gozaba, en principio, de un prejuicio favorable tanto entre los trabajadores como entre la pequeña burguesía urbana que al filo de los años se había apartado de la dictadura. El cambio de la forma constitucional revistió aquí un verdadero relieve. En agosto de 1930, una conferencia de todos los grupos políticos, celebrada en San Sebastián, determinó la nueva orientación: católicos, conservadores como Alcalá Zamora y Miguel Maura, republicanos “de derechas” como Alejandro Lerroux o de “izquierdas” como Azaña y Casares Quiroga, el socialista Indalecio Prieto, el catalanista Nicolau d’Olwer, concluyeron el “Pacto de San Sebastián” en el que se pronunciaron en favor de la república, para la cual buscarían una espada y un general... Fue con Alcalá Zamora y Miguel Maura que los representantes del rey organizaron en abril la transmisión de poderes. Sobre este modelo “republicano” fue como quedó constituido el nuevo gobierno provisional de la república española presidido por Alcalá Zamora, con Maura en el Ministerio del Interior, tres socialistas en puestos claves, Prieto en el Ministerio de Finanzas, Largo Caballero en el Trabajo, el jurista De los Ríos en el de Justicia...
Lejos de estar acabada, la revolución española en realidad no hacía más que empezar. Entre el programa moderadamente reformador y profundamente conservador del equipo en el poder y sus posibilidades de inscribirse en la realidad se erguía un obstáculo terrible que la caída de la monarquía contribuyó por ella misma a mantener y desarrollar: la existencia de un movimiento obrero organizado, partidos y sindicatos arrastrando a las masas rurales, millones de trabajadores miserables de las ciudades, minas y campos, cuyas reivindicaciones elementales planteaban el problema de la revolución.

2. El movimiento obrero: “la hidra sin cabeza”

El movimiento obrero español era todavía joven, el proletariado estaba unido al mundo rural por múltiples lazos y compartía con él tradiciones y costumbres, el temperamento rural provocaba a la vez sentimientos de resignación y brutales explosiones revolucionarias. No se constituyó realmente por primera vez a escala de todo el país hasta los tiempos de la I Internacional, y, como ella, se dividió rápidamente entre socialistas y libertarios. Sin embargo, aquí, los anarquistas —los “libertarios”— tuvieron y todavía conservaban una influencia mucho más considerable que en los países industrializados de la Europa occidental. En 1930, la división del movimiento obrero español reprodujo la disgresión que existía a principios de siglo en Francia entre un sindicalismo revolucionario combativo, partidario de la acción directa, y un movimiento socialista reformista y doctrinario.
Fue a partir de 1910, y en parte además bajo la influencia de los sindicalistas revolucionarios de la CGT francesa, cuando se sentaron las bases de la central anarcosindicalista, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Sus rápidos progresos, su devoción por la acción, le valieron en sus principios una dura represión, y esta última un gran prestigio. Desempeñó un papel de primer orden en la huelga general insurreccional de 1917. Las formas muy flexibles de su organización, su fidelidad a los principios de la acción directa, su adhesión a la lucha de clases; respondían bastante bien a las características del proletariado de la península, joven, mísero y poco diferenciado, marcado por el carácter distintivo del campesinado pobre, sensible a las acciones “ejemplares” de “minorías activas” que se esforzaban en sacudir al mismo tiempo el yugo de la opresión y su apatía. En este sentido es en el que se puede decir que la CNT —su perennidad, su arraigo a pesar de tantos avatares— era típicamente española, en la medida en que España había cambiado poco, en que las condiciones históricas que habían marcado su nacimiento persistían, apenas modificadas por los comienzos de la industrialización y de la concentración capitalista. Sin embargo, tanto para España como para la CNT, la historia mundial, a partir de la guerra de 1914, suministraría un contexto nuevo.
1917 fue, en efecto, al mismo tiempo que el año de la victoriosa Revolución rusa, el de una huelga general sin precedentes en España. El impacto de la Revolución rusa, el aumento de las contradicciones sociales, volvieron particularmente vigorosa en España la ascensión de la agitación obrera que revistió en 1919, a partir de la gran huelga de la Canadiense en Catalunya, el aspecto de una poderosa ascensión revolucionaria. Como todas las organizaciones del mismo tipo, la CNT sufrió profundamente el atractivo de la Revolución rusa, atestiguó el prestigio que revestía la victoria bolchevique a los ojos de los revolucionarios de todas las obediencias. En España, como en otras partes, las tropas anarquistas, anarcosindicalistas revolucionarias, habían aumentado por oposición a la práctica de un marxismo reformista, intentando adaptarse al marco democrático y parlamentario particularmente mediocre aquí. La victoria del Octubre ruso volvió a dar al marxismo su estallido revolucionario. Fue después de la huelga general que siguió a la de la Canadiense, en la cumbre de la ola de huelgas y manifestaciones, que el congreso de la CNT, por aclamaciones, y en un gran impulso que sin duda no estaba exento de segundas intenciones, decidió adherirse provisionalmente a la III Internacional. Uno de sus principales dirigentes, Ángel Pestaña, fue como delegado a Moscú, donde participó en los trabajos del II Congreso de la Internacional Comunista, y llevó la discusión con Lenin y los suyos. En 1921, una delegación de la CNT, conducida por los catalanes Andreu Nin y Joaquim Maurín, asistió al III Congreso de la Internacional y participó en la fundación de la Internacional Sindical Roja.
A pesar de todo, la coyuntura había cambiado. En España, el movimiento obrero decrecía. En Catalunya, los asesinos de los “sindicatos libres” del gobernador Martínez Anido y del policía Arlegui habían logrado por el momento detener la ascensión obrera asesinando sistemáticamente a los militantes revolucionarios. Además, la acción de los obreros y los campesinos después de la Revolución rusa no había conducido en ningún país a la victoria: el reflujo que comenzaba permitiría una estabilización provisional del capitalismo en Europa. Las dificultades de la Rusia soviética aislada, la represión por parte de los bolcheviques contra los militantes y organizaciones anarquistas, especialmente la de la insurrección de Cronstadt, fuertemente marcada por la influencia libertaria, proveyó a los mantenedores del anarquismo tradicional de argumentos contra el bolchevismo, y les permitió volver a recuperar el terreno cedido en 1919 ante el empuje de las masas. En febrero de 1922, en ausencia de Nin, que permanecía en Moscú, y de Maurín, que estaba encarcelado, un comité nacional puso fin a la adhesión “provisional” de la CNT a la Internacional Comunista: en junio del mismo año, la conferencia de Zaragoza confirmó su ruptura con la Internacional Comunista y con la Internacional Sindical Roja.
Sin embargo, en el intervalo, un gran número de militantes y cuadros de la CNT habían sido ganados al comunismo, y de ellos se hallaban en primera fila Nin y Maurín. Igualmente eran numerosos los militantes que, sin ser comunistas, rehusaban apartarse de la ISR, de la que Nin era uno de los secretarios. Bajo la impulsión de Maurín y de sus camaradas, se crearon los “comités sindicalistas revolucionarios” que se adhirieron a la ISR, celebraron, a finales de 1922, una conferencia nacional en Bilbao y fundaron el semanario “La Batalla”. Comunistas y sindicalistas constituyeron una nueva corriente, nacida del anarcosindicalismo, pero alimentada por la experiencia rusa, que rompió definitivamente con el anarquismo tradicional y en adelante siguió su propio camino: los militantes de los CSR se adhirieron lo mismo a la CNT que a la UGT, de tendencia reformista, lucharon por conquistar la mayoría en estos dos sindicatos de los que reclamaban la unificación. Fueron sistemáticamente expulsados tanto del uno como del otro.
Una corriente muy próxima a la de los sindicalistas comunistas continuó sin embargo manifestándose en la CNT en torno a uno de sus más populares dirigentes en Catalunya, Salvador Seguí. Este, de origen anarquista, se impuso cómo un dirigente obrero de primera línea en el curso de las huelgas de 1919, y pudo ser calificado de verdadero “sindicalista revolucionario”. En 1922, en la conferencia de Zaragoza, se situó entre los partidarios de la ruptura con la ISR, pero con argumentos propios. Se negó, en efecto, a la condenación, tradicional entre los anarquistas, de la “política”, y no dudó en pronunciarse en 1919 por “la toma del poder”. En Zaragoza inspiró la adopción de una “revolución política” dirigida contra los tradicionales tabús anarquistas. Muy preocupado por el problema de la unidad obrera, buscó sistemáticamente la unidad de acción con la UGT, y un comunista como Nin, su amigo personal, pensaba que se aproximaba al comunismo. Pero este organizador sin par, este combatiente obrero tan popular, era también la bestia negra de la patronal: fue asesinado por los pistoleros de Martínez Anido en el momento en que iba a concluir un acuerdo entre la CNT y la UGT contra la represión. Con él desapareció, al menos durante muchos años, la posibilidad de ver llegar al frente de la CNT una corriente sindicalista revolucionaria en plena evolución, que rompiera claramente con el anarquismo “puro”.
Prácticamente fuera de la ley desde 1923 y desde el inicio de la dictadura, la CNT conoció durante muchos años una crisis crónica. Entre los anarquistas tradicionales y una dirección nacional de tendencia sindicalista penosamente reconstituida en 1927, se situó en estos años de clandestinidad el pequeño grupo activista de los “Solidarios” animado por Juan García Oliver, Francisco Ascaso y Buenaventura Durruti, a quienes sus adversarios trataban de “anarcobolcheviques” porque volvían a adoptar la idea de la “toma del poder”, defendían la de una “dictadura” y la de un “ejército revolucionario” que estimaban necesarios. Sobre todo, a partir de 1927, se asistió a la constitución totalmente clandestina, en el seno de la CNT y a partir de sus propias organizaciones, de la omnipotente y muy secreta FAI (Federación Anarquista Ibérica), que emprendió la conquista sistemática de la central sindical a la que quiso convertir en el instrumento de su política putschista.
De hecho, la corriente dominante en la CNT reconstituida en 1931 fue, sin embargo, el neorreformismo que inspiraba Angel Pestaña. Suficientemente moderado para aceptar participar en el juego de los “comités paritarios” instituidos por la dictadura para imponer el arbitraje obligatorio de los conflictos de trabajo, no dudó, en los últimos meses de la monarquía, en hacer de la central anarcosindicalista una fuerza de punta en la coalición general que impuso la república. Dos representantes de la CNT tenían su asiento, en tanto que observadores, en la conferencia de San Sebastián de agosto de 1930, y prometían su apoyo a los republicanos y a los socialistas a cambio de la seguridad del restablecimiento de la libertad de organización y de la promulgación de una amnistía general. En noviembre, la dirección de la CNT negoció con el líder conservador Miguel Maura; en diciembre, apoyó la insurrección de los oficiales republicanos de Jaca. En las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, por fin, abandonando la vieja hostilidad de principios del anarquismo a las “farsas electorales”, hizo votar en masa a sus partidarios por los candidatos republicanos. Con la proclamación de la República, la CNT reapareció, pero en su seno se enfrentaban las corrientes más diversas, desde el reformismo abierto de Pestaña y de sus compañeros al putschismo y al terrorismo de ciertos elementos extremistas de la FAI, pasando por las tendencias sindicalistas todavía vacilantes.
La corriente “marxista” también fue profundamente sacudida por los acontecimientos mundiales que sucedieron después de 1917. En el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), fundado por Pablo Iglesias según el modelo guesdista, apareció, después de la Revolución rusa, un ala izquierda, favorable a la adhesión del partido a la Internacional Comunista, un paso que las Juventudes Socialistas, con Juan Andrade y Luis Portela, fueron las primeras en franquear y fundar, en abril de 1920, el Partido Comunista Español. El Partido Socialista sufriría la escisión un poco más tarde, en abril de 1921, cuando su mayoría decidió rehusar las veintiuna condiciones de adhesión a la IC. La minoría fundó entonces el Partido Comunista Obrero Español que se fusionaría rápidamente con el PCE bajo la presión de la Internacional. Esta fusión se logró en 1921, pero era demasiado tarde para que el joven partido pudiera desempeñar el papel que le asignaban sus fundadores.
Un año después se produjeron por una parte el pronunciamiento de Primo de Rivera que arrojó al partido a la ilegalidad, y por otra parte la crisis del partido bolchevique que condujo, bajo el pretexto de “bolchevización”, la sumisión mecánica de los PC a la fracción victoriosa en la Unión Soviética. El partido perdió a uno de sus fundadores —Oscar Pérez Solís, que acabaría siendo falangista— y a muchos militantes. Aunque logró, en 1927, ganar un grupo importante de militantes de la CNT en Sevilla, con Manuel Adame y José Díaz, no cesó de debilitarse, tanto bajo los golpes de una represión sistemática como bajo los efectos de su propia política, y especialmente con expulsiones exigidas por la dirección de la Internacional cuya acción fue favorecida por las condiciones precarias de la acción clandestina. En el momento de la proclamación de la República, el Partido Comunista oficial no contaba apenas con más de 800 miembros en la totalidad del país, tras responsables que eran militantes desde fecha reciente y que fueron preferidos, a causa de su docilidad a las directrices venidas de Moscú, a los supervivientes de la “vieja guardia”. Cuadros enteros del partido fueron expulsados de hecho sin que se les diera ningún tipo de razones, ni argumentando los verdaderos motivos: así sucedió en la Federación Catalano-Balear que dirigían Maurín y Arlandis, en la Agrupación Madrileña de Luis Portela, en la Agrupación de Valencia, en la Federación Asturiana, todas orientadas por hombres que eran mucho más conocidos como dirigentes obreros que los dirigentes del partido oficial. El mismo Andreu Nin volvió a España en 1930. El antiguo secretario de la CNT, y después de la ISR, estaba ligado a la Oposición de Izquierda rusa, miembro de su “comisión internacional”, amigo personal de Trotsky. Con otros militantes —especialmente Juan Andrade y Henri Lacroix, que habían seguido, por su parte, el mismo itinerario— se dedicó a construir en España la oposición comunista de izquierda, buscando las vías de un acuerdo con Maurín para la unificación de los grupos comunistas de oposición.
En los medios comunistas, las reacciones ante la proclamación de la República eran igualmente muy diversas. El PC oficial recibió la orden de lanzar la consigna de “¡Abajo la república burguesa! ¡El poder para los soviets!”, cuando no existía en España, según dijo “Pravda”, la sombra de un soviet o de un organismo parecido. Maurín —que reconoció sin dificultad la influencia ejercida sobre él, en aquella época, por Bujarin y los “comunistas de derecha”5 y Nin —a quien vimos unido a Trotsky— llamaron, por el contrario, a la lucha por la realización de las consignas de la revolución democrática, de la que estimaban que sólo los trabajadores podían arrancarlas, y que su conquista constituía un elemento primordial en la lucha por la revolución socialista. Los dos hombres, sin embargo, se oponían a propósito de la cuestión nacional: igualmente catalán, partidario de la autodeterminación, Andreu Nin no aprobaba la posición de Maurín y de su organización en favor de la independencia de Catalunya, y le reprochaba su estrecha colaboración con la pequeña burguesía catalanista.6
Como en los otros países, la escisión que siguió a la fundación de la Internacional Comunista desplazó en España un poco más a la derecha al Partido Socialista, que había rehusado en 1921 las veintiuna condiciones de admisión a la Internacional Comunista. El PSOE y la central sindical que controlaba, la Unión General de Trabajadores (UGT), se pronunciaron en 1923 por una colaboración con la dictadura y aceptaron las promesas que les ofreció Primo de Rivera. El secretario general de la UGT, Francisco Largo Caballero, se convirtió en consejero de Estado. La UGT utilizó sistemáticamente durante la dictadura organismos de colaboración como los comités paritarios para hacer progresar su implantación en detrimento de la CNT, perseguida y dividida. Los socialistas, partidarios de la colaboración de clases bajo la dictadura de Primo de Rivera, eran resueltamente reformistas a fortiori, á partir de la proclamación de la República: uno de ellos, Indalecio Prieto, fue uno de los animadores del reagrupamiento de la oposición frente a la dictadura, luego, frente a la monarquía, uno de los principales organizadores de la conferencia de San Sebastián. La presencia en el gobierno provisional de ministros socialistas constituyó para el nuevo régimen una garantía sobre su izquierda, una protección contra las impacientes aspiraciones de las masas obreras y campesinas, al mismo tiempo que una promesa de “reformas” profundas y de leyes sociales para satisfacer algunas de las reivindicaciones más inmediatas.
Sería erróneo, sin embargo, no ver en él más que a una fuerza de orden. Su política reformista no era más fuerte que las ilusiones de los trabajadores hacia el nuevo régimen, además del miedo que temporalmente podían inspirar a una oligarquía inquieta. La verdad es que la proclamación de la República abrió la vía de las reivindicaciones obreras y campesinas que las clases en el poder no eran capaces de satisfacer. En definitiva, la revolución estaba a la orden del día. El problema era saber si podría organizarse en España la fuerza necesaria para su victoria: los elementos existían en todas partes, tanto en la UGT como en la CNT, en las filas de los “faístas”, y en las de los sindicalistas, en los comunistas oficiales o no, en los jóvenes que se despertaban a la vida política y se apuntaban en tal o cual organización política o sindical. ¿Cómo construir el marco que permitiría reunirlas? Tal fue el objeto de la discusión que se llevó entre comunistas, entre Maurín y Nin en Barcelona, entre Nin y Trotsky a través de cartas, en un círculo todavía reducido de militantes que no tenían por el momento más arma que la experiencia de las revoluciones del siglo xx, victoriosas o vencidas, y la convicción de que la hora de la revolución proletaria se acercaba en España de modo inevitable.


3. La imposible democracia

La composición del gobierno provisional era por sí misma reveladora tanto de las intenciones como de los límites de los fundadores de la República. El presidente, Niceto Alcalá Zamora, y el ministro del Interior, Miguel Maura, eran no solamente católicos fervientes y conservadores declarados, sino además centralistas decididos. Nicolau D’Olwer, ministro de Economía, era un liberal ligado a la banca de Catalunya. El ministro de Hacienda, Indalecio Prieto, además de líder socialista, era un hombre de negocios de Bilbao. Largo Caballero, secretario de la UGT, antiguo consejero de Estado bajo el régimen de Primo de Rivera, era ministro de Trabajo. Todos eran hombres de orden, deseosos de impedir y de tratar de combatir la revolución, y su alianza —sobre esta base negativa— era imposible frente a las tareas de la “revolución burguesa” que se imponía en España para salir de sus contradicciones seculares: el problema de la tierra y de la reforma agraria, la cuestión de las nacionalidades, las relaciones entre la Iglesia y el Estado, el destino del aparato burocrático y del ejército de la monarquía, que estaba confiado al único hombre nuevo de este equipo, el republicano de izquierda Manuel Azaña.
Sus primeras iniciativas querían ser tranquilizadoras. En una primera declaración garantizó la propiedad privada dejando abierta la posibilidad de “expropiación” “por razón de utilidad pública y con indemnización”; afirmó de manera muy vaga que “el derecho agrario debía corresponder a la función social de la tierra”. Proclamó su intención de conservar las buenas relaciones con el Vaticano, proclamó la libertad de cultos sin hacer alusión a una eventual separación. Se opuso a la proclamación en Barcelona de la república catalana, a donde envió tres ministros que negociaron un compromiso, el restablecimiento de la Generalitat, vieja institución catalana, y la promesa de un estatuto de autonomía. No hizo ninguna alusión respecto a depuraciones del aparato de Estado o del ejército, manteniendo en sus funciones a los jefes de la policía y de la odiada Guardia Civil, cuyo jefe era el general Sanjurjo, y Alcalá Zamora recibía con gran pompa a los oficiales monárquicos que dirigían el ejército, con el almirante Aznar, último ministro del rey, en primera fila.
Las primeras semanas de existencia del nuevo régimen dan la clave de esta prudencia. Un hecho de extrema justicia fue el que no se conocieran el 14 de abril enfrentamientos sangrientos. Cuando ni los monárquicos ni los anarquistas parecían querer negar seriamente a la República, las primeras decisiones del gobierno provisional provocaron reacciones que permitieron medir la profundidad de las contradicciones. Los primeros decretos provenían del Ministerio de Trabajo : el dirigente de la UGT tenia un grave problema en el seno de su propia organización, una fuerte presión, la de los obreros agrícolas agrupados en la Federación de los Trabajadores de la Tierra, y debía darles al menos parcialmente satisfacción. Un primer decreto prohibía el embargo de pequeñas propiedades rurales hipotecadas, otro prohibía a los grandes propietarios emplear trabajadores ajenos al municipio mientras existieran parados, los ayuntamientos fueron autorizados a obligar a los grandes propietarios a poner en cultivo tierras dejadas en baldío. Por fin, el 12 de junio, el gobierno extendió a los obreros agrícolas el beneficio de la legislación sobre los accidentes de trabajo del que habían estado hasta entonces excluidos.
Por mal acogidas que fueran estas medidas en los medios de la oligarquía, no provocaron abiertamente una tempestad. Por moderadas que fueran, en cambio, las declaraciones de los proyectos del gobierno parecían intolerables amenazas en los medios dirigentes de la jerarquía y del mundo católico. Los grandes diarios que controlaban, “ABC” y “El Debate”, sostenían una dura polémica, destacando el carácter provisional del gobierno que oponían a la eternidad de la religión católica. Atacaban con violencia el decreto del 6 de mayo que dispensaba de la enseñanza religiosa a los niños de las escuelas públicas cuyos padres así lo desearan. El 7 de mayo publicaron una carta pastoral del cardenal Segura, verdadera declaración de guerra a la República y a su gobierno, en nombre de la “defensa” de los “derechos” de la Iglesia frente a la “anarquía” que amenazaba el país, llegando hasta a comparar al gobierno provisional con la república bávara de los consejos de 1919. Este texto provocador reforzó la agitación a punto de desarrollarse contra las congregaciones. Muchos dieron un apoyo abierto a los manejos reaccionarios, de los que la reunión de Madrid del “círculo monárquico” era la prueba más evidente. La reunión de este último, el 10 de mayo, provocó vivos incidentes y dio lugar a rumores alarmantes: se hablaba del asesinato de un taxista por los monárquicos. Durante la noche, seis conventos fueron incendiados en Madrid por jóvenes, conventos e iglesias fueron igualmente saqueados e incendiados en los días siguientes en Sevilla, Málaga, Alicante y Cádiz. La versión de una provocación, sostenida aún hoy por un historiador eminente como es Gabriel Jackson, ha sido a menudo expuesta para explicar estas violencias antirreligiosas. No ha sido probada. Lo que es cierto en cambio es que la Iglesia española encarnaba a los ojos de las más amplias masas, en vías de tomar conciencia de su condición de clase, toda la tradición reaccionaria del país y una servidumbre secular hacia los poderosos. El gobierno observó la mayor prudencia: la policía no intervino más que para asegurar la evacuación de los religiosos, y fue en vano —hasta el 15 de mayo— que el ministro del Interior reclamase la autorización para hacer intervenir a la Guardia Civil y para proclamar el estado de guerra. Los gritos de indignación de la gran prensa y de los prelados no disimulaban la total ausencia de reacción de la mayoría católica del país: el despertar de las masas trastornó los esquemas tradicionales.
El resultado de los incidentes de mayo fue en todo caso un endurecimiento de las posiciones: Segura, acusado de haber provocado la explosión popular, fue declarado persona non grata, y el gobierno se decidió a proclamar la libertad de cultos, añadiendo, bajo pretexto de higiene, la prohibición de poner imágenes religiosas en los nichos. Los obispos protestaron con indignación...
La cuestión religiosa estuvo igualmente en el centro de la primera crisis, después de la discusión por las Cortes de la Constitución y especialmente de su artículo 26. El proyecto, estrechamente inspirado en la constitución de Weimar, proclamaba una “república democrática de trabajadores de toda clase”, concentrando el poder en una cámara única, elegida por sufragio universal, directo y secreto, y en las manos de un presidente con extensas prerrogativas, elegido por siete años por un colegio electoral particular. La separación de Iglesia y Estado, prevista por el artículo 3, y las disposiciones del artículo 26 contra las congregaciones provocaron la primera crisis ministerial, la dimisión de Maura y Alcalá Zamora y la formación de un gobierno presidido por el anticlerical Azaña. Fue este mismo gobierno, de coalición republicano-socialista, quien volvió sobre los principios mismos de la constitución en materia de las libertades democráticas adoptando la “ley de defensa de la república”, que dio al Ministerio del Interior poderes exorbitantes para el mantenimiento del orden, y que sería más utilizado contra la agitación obrera y campesina que contra los manejos de la reacción.
Lanzados a la lucha contra la Iglesia católica, los republicanos fueron, sin embargo, mucho más prudentes en el terreno de las reformas sociales y ante todo en su aproximación a la cuestión agraria. La “ley de reforma agraria”, votada después de interminables debates, preveía la expropiación de los grandes dominios en las principales regiones de latifundios, pero su alcance era considerablemente limitado por las cláusulas de indemnización y, por consiguiente, por los créditos puestos a disposición del Instituto de Reforma Agraria. En efecto, para los primeros años, este último no disponía más que de sumas que permitían la instalación anual de 50.000 campesinos, abriendo la perspectiva de un plazo de medio siglo para una reglamentación definitiva del problema de la tierra. Y las resistencias de las clases poseedoras a nivel del aparato de Estado eran tales que el Instituto no gastaría en dos años más que el tercio de las sumas que le habían sido concedidas. Como los capitales se fugaban o se disimulaban, las dificultades económicas y sociales aumentaron en todos los sectores de actividad: el paro obrero alcanzó proporciones sin precedentes, y a éste vino a sumársele un alza continua de los precios que no detenían los aumentos de salarios obtenidos por las huelgas cada vez más numerosas a pesar de la multiplicación de las instituciones que las arbitraban. La agitación obrera reforzó la agitación campesina y viceversa. La represión, llevada por los cuerpos de policía tradicionales —especialmente la Guardia Civil—, exasperó, indignó y envenenó los conflictos. Mientras católicos y “laicos” se enfrentaban en las Cortes con grandes oratorias y se lanzaban a la cara amenazas apenas veladas de recurrir a la fuerza, obreros y campesinos españoles hacían en sus luchas cotidianas, la experiencia del nuevo régimen.
Ya durante la discusión de la constitución, estalló en Barcelona la huelga de los empleados de la compañía americana de la Telefónica, impulsada por los militantes de la CNT. Esta compañía, introducida en España en tiempos de Primo de Rivera, simbolizaba la penetración del imperialismo extranjero, denunciada antes por socialistas y republicanos, quienes, ahora en el poder, querían tranquilizar a los capitalistas extranjeros. Socialistas y anarquistas, militantes de la UGT y de la CNT, se enfrentaban, los primeros acusando a los segundos de desencadenar y extender la huelga bajo la amenaza de sus pistoleros. En respuesta a la represión gubernamental, la CNT lanzó en Sevilla la consigna de huelga general, a la que el gobierno respondió con el estado de guerra. En una semana fue restablecido el orden en la gran ciudad andaluza: el balance fue de treinta muertos y más de doscientos heridos. La prensa y los militantes de la CNT desencadenaron una campaña contra el gobierno: socialistas y anarquistas comenzaron a arreglar sus divergencias con las armas en la mano.
Seis meses después ocurrieron los trágicos acontecimientos de Castilblanco. Allí la Guardia Civil dispersó brutalmente una manifestación de campesinos organizada por la Federación de los Trabajadores de la Tierra, afiliada a la UGT. Cuatro guardias civiles que entraron en la Casa del Pueblo para impedir una manifestación de protesta fueron rodeados por las mujeres. Uno de ellos disparó: los cuatro serían linchados y descuartizados por una masa encolerizada. La represión fue dura: seis condenas a muerte conmutadas por prisión a perpetuidad. Unos días más tarde, la misma Guardia Civil abrió fuego sobre una delegación de huelguistas en la comarca de Arnedo: hubo seis muertos, entre ellos cuatro mujeres y un niño, y dieciséis heridos de bala.
Poco más o menos al mismo tiempo, militantes de la FAI desencadenaron una insurrección armada en la cuenca minera del Alt Llobregat, proclamando el “comunismo libertario” en estos pueblos miserables. Fueron aplastados en pocos días y un centenar de militantes anarquistas, entre ellos Durruti y Francisco Aseaso, deportados a las Canarias y al Sahara español. Sus camaradas protestaron con una nueva insurrección en Terrassa, el 14 de febrero de 1932, tomando el Ayuntamiento, asediando el cuartel de la Guardia Civil, y finalmente rindiéndose al ejército enviado contra ellos.
Unos meses más tarde fue la derecha la que tomó la iniciativa del recurso a los fusiles. Reemplazado en el mando de la Guardia Civil por el general Cabanellas, el general Sanjurjo intentó un pronunciamiento que la CNT y los trabajadores sevillanos cortaron en seco respondiendo con la huelga general inmediata, mientras que las tropas gubernamentales rechazaron la tentativa pobremente preparada por los elementos monárquicos en Madrid. El general faccioso fue condenado a muerte e indultado a continuación. Los bienes de los conspiradores —algunos de los cuales fueron deportados— fueron confiscados. Favorecido por el fracaso de este movimiento, el gobierno aprovechó para dar un ligero avance a la reforma agraria y hacer aprobar el Estatuto de Autonomía de Catalunya, que permanecía hasta entonces en suspenso. Pero no apartó del ejército más que a algunos de los conspiradores más conocidos.
En el mes de enero de 1933, los activistas anarquistas del grupo Nosotros —García Oliver, Durruti, antiguos miembros de los “Solidarios” apoyados en la FAI y los “comités de defensa” desencadenaron una nueva insurrección que arrastró a la CNT en numerosas localidades de Catalunya, de Levante, de la Rioja y de Andalucía. En esta última región, en Casas Viejas, un destacamento de guardias civiles prendió fuego a una casa en la que se habían refugiado una treintena de militantes anarquistas que serian quemados vivos, mientras que un oficial hizo ejecutar a sangre fría a catorce amotinados hechos prisioneros7. El autor de este crimen pretendió haber obedecido órdenes de Azaña. “Ni heridos, ni prisioneros. Tiros a la barriga.” Esta política de brutal represión, el arsenal jurídico que el gobierno se dio con la ley del 8 de abril de 1932 sobre el control de los sindicatos, la ley de orden público de julio de 1933, la ley sobre los vagabundos, permitiendo perseguir y disparar al mismo tiempo sobre obreros parados y militantes profesionales, la obligación de un anuncio de ocho días de antelación para toda huelga, la multiplicación de los arrestos preventivos, la protección acordada por la policía a los comandos antianarquistas, todo esto dio, en adelante, al nuevo régimen su fisonomía antiobrera, exasperó las contradicciones, avivó las divergencias y preparó reagrupamientos en el seno del movimiento obrero.
En cuanto a la CNT, después de la proclamación de la República, fue sacudida por una profunda crisis. Desde el mes de octubre, los elementos de la FAI consiguieron, en efecto, una explosiva victoria sobre sus adversarios sindicalistas eliminando de la dirección del diario cenetista “Solidaridad Obrera” a Joan Peiró, al que juzgaban oportunista. Algunos meses después, Pestaña fue expulsado del sindicato del metal. Un manifiesto firmado por treinta dirigentes de la CNT —los “trentistas”—, entre los cuales estaban Joan Peiró, Juan López, Pestaña, tomó posición contra el aventurerismo de la FAI y trazó un programa reformista8 que valdría a sus firmantes el ser expulsados de la Confederación, con numerosas organizaciones —en Valencia, Huelva y Sabadell especialmente—, que tomaron el nombre de “Sindicatos de la oposición”.
Sin embargo, la FAI se dividió ella misma, y los anarquistas puros, fieles al modelo tradicional, combatieron encarnizadamente a aquellos que llamaban anarcobolcheviques y que buscaban en la realidad del momento una respuesta a la cuestión que los “trentistas” rehusaban plantear: ¿Cómo hacer la revolución?9 El conflicto interno se tradujo de forma trágica a nivel de las contradicciones entre organismos responsables: en enero de 1933, en Catalunya, la federación local de la CNT lanzó la consigna de huelga general, veinticuatro horas después que la confederación regional hubiera tomado posición en contra. Pero reflejó en realidad una crisis política extremadamente profunda. Como subrayó entonces Andreu Nin, en notas repetidas hoy por el historiador César Lorenzo, si los anarquistas permanecían fieles a su viejo esquema de “gimnasia revolucionaria” destinada a adiestrar a los trabajadores, no harían más que un cambio radical que les pondría en contradicción con los principios anarquistas tradicionales, apoderándose, de hecho, del poder político e instaurando, a su manera, una dictadura que no era ciertamente la del proletariado, sino que era la de su propio poder revolucionario.10 Comentando la huelga de enero de 1933 y las “proclamaciones” de “toma del poder” por los comités anarquistas, Andreu Nin saludó esta nueva posición como un “paso adelante”: “Los dirigentes del movimiento han renunciado prácticamente a los principios fundamentales del anarquismo para acercarse considerablemente a nuestras posiciones.”11 Y esto no era evidentemente por casualidad, ya que al otro extremo del horizonte anarcosindicalista, Angel Pestaña rompía con el anarquismo para fundar un “partido sindicalista” destinado en lo fundamental a realizar por una vía pacífica y reformista un socialismo basado en la autogestión y el federalismo.
La colaboración de los socialistas en un gobierno republicano que se volvía tan claramente contra las reivindicaciones obreras y campesinas, la decepción provocada por los resultados concretos del cambio de régimen político, no podían, al menos en un primer momento, nutrir el desarrollo de la CNT, que conocía, a pesar de las dificultades, un desarrollo considerable de su organización y de su influencia durante los primeros años de la República, en los cuales aparecía como el polo de reagrupamiento ofrecido a los revolucionarios lo mismo que a la acción de clase de los obreros y campesinos. ...

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