sábado, diciembre 05, 2009

Discurso económico


En estos años de bienvenida tensión con el establishment, expresión de una renovada vitalidad de la sociedad, se ha perfeccionado un recurso dialéctico para abordar cuestiones económicas que alimenta la confusión general. Es un fenómeno muy peculiar, que ha sido naturalizado por gran parte de los analistas consolidando un sentido común que adormece a ciertos sectores de la población. Se trata de depositar en el otro la responsabilidad primaria de un acontecimiento de la economía. El caso más paradigmático se refiere al alza de los precios. La mayoría de los empresarios con presencia en los medios manifiesta preocupación por la evolución de la inflación. Presentan argumentos con rostros adustos acerca del inquietante sendero que estiman tendrán los precios. Pero en esas explicaciones no surgen quiénes son los que definen los aumentos. La población con ingresos fijos no es la encargada de aplicar los ajustes en los valores de bienes y servicios; más bien los padece. La persistente tarea de remarcación la realizan los mismos que expresan intranquilidad por la inflación, quienes a la vez agudizan las expectativas negativas pronosticando porcentajes crecientes de dos dígitos. Para cualquiera que pueda liberarse del discurso económico dominante, esa máscara del ocultamiento se desintegra cuando se precisa el lugar que ocupa cada uno de los agentes económicos en el circuito productivo.
Las empresas, más aún las que ejercen posición dominante en mercados sensibles, son las principales responsables del alza de precios; no son víctimas de la inflación como se lamentan sus principales ejecutivos en cuanto micrófono o púlpito se encuentre a su alcance. La evolución de los precios es el caso más grosero de ese discurso económico que subvierte el sentido, aunque se reitera en otras cuestiones. Por ejemplo, los subsidios son dañinos para el supuesto equilibrio de la economía cuando benefician a la mayoría de la población, no así cuando se aplican a inversiones de las grandes empresas; el poner fin al negocio especulativo de las AFJP fue “una confiscación”, cuando el grosero 30 por ciento del aporte previsional de los trabajadores que se destinaba a comisiones de esas Administraciones era “el buen funcionamiento del mercado libre”; los millonarios paquetes de rescate a bancos son para salvar el sistema global, mientras fondos girados a los sectores populares se los descalifica como “clientelismo”; la pobreza es un “escándalo”, pero los grupos de mayor capacidad contributiva se resisten a pagar impuestos; Eduardo “quien puso dólares recibirá dólares” Duhalde es presentado como el padre del proceso de crecimiento sostenido, cuando fue el responsable de la más brutal transferencia de ingresos desde los sectores populares hacia grupos concentrados (megadevaluación y pesificación asimétrica). La sucesión de tergiversaciones sobre la sustancia de procesos económicos resulta abrumadora frente a una sociedad indefensa ante ese poder arrollador. En esa instancia, los economistas de la city aparecen en el mundo mediático como instrumentos funcionales al poder para convalidar ese desorden conceptual.
El humor viene a colaborar en la comprensión de ese comportamiento del poder económico. Con ironía, el humorista gráfico español, conocido como El Roto, en una ilustración le hizo decir a un banquero: “La operación ha sido un éxito: hemos conseguido que parezca crisis lo que fue un saqueo”.
Esa mención fue reproducida en un esclarecedor ensayo de Emmánuel Lizcano, “La economía como ideología”, publicado en Revista de Ciencias Sociales, segunda época, de la Universidad Nacional de Quilmes. En ese documento se explica que “la apropiación del diagnóstico y de la gestión de ‘la crisis’ por los expertos en economía, lejos de mantenerse dentro de los estrictos márgenes de su especialidad, se orientan principalmente a modelar sensibilidades y emociones de cara a promover la aceptación general de un modelo de dominación que quienes detentan el poder perciben en peligro”. Para agregar que “los discursos pretendidamente económicos sobre ‘la crisis’ funcionarían así como discursos estrictamente ideológicos orientados a legitimar las actuales formas de poder”. El investigador español, profesor de Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, menciona que la reciente crisis que afectó a la mayoría no ha provocado reacciones populares que hayan necesitado ser sofocadas por la fuerza. Más bien, se han visto reconvertidas en resignación ante la fatalidad y, en no pocas ocasiones, en renovadas adhesiones al sistema. Esto significa que el interés del poder económico en la defensa de sus privilegios es instalado como uno de beneficio general con aceptación mayoritaria. Los antecedentes locales más cercanos de ese comportamiento se encuentran en el conflicto con la trama multinacional sojera por las retenciones, en la disputa con el Grupo Clarín y en la tensión con el Grupo Techint por la nacionalización de sus compañías en Venezuela, que en este último caso ha derivado en una campaña para disminuir el vínculo comercial con ese país pese a que es extraordinariamente beneficioso para decenas de pymes argentinas. En esa instancia es donde la retórica económica pasa a ocupar un papel político central, puesto que mediante ella los intereses del poder económico pueden transformarse en ideas rectoras de la sociedad.
Lizcano avanza en el análisis del discurso económico explicando que se ha construido sobre metáforas que naturalizan y personifican a la economía y a los agentes e instituciones económicos. “Nada más lógico, por tanto, que cualquier alteración de los mismos se narre en términos de catástrofes de la naturaleza y enfermedades propias de las personas humanas”, señala. Menciona entonces cómo se refieren los economistas a situaciones de crisis, afirmando que una “tormenta” sacude al mundo, o que los mercados se “agitan”, o las Bolsas “sufren” brutales “sacudidas”, o existe una “sequía” crediticia, o el “tsunami” financiero provoca el desplome de los precios. El experto español destaca que poco importa que las metáforas sean incongruentes entre sí: por ejemplo “tormentas” y “sequías”. Lo significativo es que “la crisis es una catástrofe natural que, por tanto, se desencadena por sí misma y a todos nos pone en peligro. No hay, pues, responsables, sólo damnificados”. Instituciones económicas que fueron dotadas de vida natural y, por lo tanto, se humanizan, generan lamentos en gran parte de la población cuando, en realidad, las padecen por sus acciones.
De esa forma, los causantes de daños económicos, por ejemplo banqueros durante una crisis financiera o grandes empresas en períodos de suba de precios, quedan ocultos en su responsabilidad detrás de metáforas médicas o meteorológicas. En ese sentido, Lizcano afirma que esas metáforas inducen a una mezcla de miedo y compasión, de anonadamiento ante el desastre provocado por las fuerzas de una naturaleza desatada y de solidaridad ante sus víctimas. En referencia a la actual crisis financiera global, destaca que ese proceso de engaño colectivo “no puede dejar de haber contribuido a la sorprendente resignación con que la población del planeta ha asumido sin rechistar, salvo excepciones, que su dinero se desviara gratuitamente hacia bancos que después se negarían a devolvérselo, siquiera en forma de onerosos créditos”.
Esos discursos económicos van moldeando la sociedad bajo el criterio de las emociones y las creencias, ocultando la tensión de los intereses de los grupos sociales en el espacio económico. Es decir, transforman unos hechos económicos que serían muy fáciles de comprender, como quiénes son los responsables del alza de precios, en acontecimientos que adquieren autonomía de sus principales protagonistas. Con su palabra dominante articulada en un discurso económico que se amplifica en el espacio público obtienen legitimidad social, logrando que sus propios intereses, que son de una minoría privilegiada, terminen asociados al bienestar general.

Alfredo Zaiat

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