lunes, febrero 22, 2010

A Antonio Machado en el aniversario de su muerte.


Para esta tumba de poeta, dadme un puñado de arena de aquella playa de Sanlúcar de Barrameda que en el pasado se bebió la sangre de los liberales de Torrijos, ejecutados por el rey infame.
Para esta sepultura donde descansa la memoria de España, quiero una ofrenda floral hecha con el rasgueo de una guitarra en el fondo de la oscura estancia asaeteada por la breve luz de una ventana; un coro de párvulas voces enumerando la lista de los reyes godos y los nombres de los valerosos capitanes de Jaca, con el retrato del Presidente Azaña presidiendo la clase; las alpargatas de aquellos que, huyendo de las ciudades incendiadas hace setenta años, buscando el refugio en estos mismos Pirineos, fueron convenientemente “alojados” en estas mismas arenas de las playas y campos de Argelés, Barcarés, St. Ciprién…
Una corona de laurel de aquellas con las que en el pasado galardonaban a los héroes de las olimpiadas.
Traedme todo vuestro cansancio de caminantes, el sudor de las largas jornadas en los tajos, la espuma que corona vuestras frentes en las faenas de la mar embravecida; el borbolloneo de una olla en la humilde cocina; la sonrisa velada de la monjita que lee un poema de San Juan de la Cruz en el vagón de tercera del tren de Ávila; los colores de aquella bandera con la que cubrieron estos humildes restos para, más tarde, ser conducidos hasta ésta, su morada por los leales que le acompañaron en la hora de la derrota; el vuelo de una mosca antes de posarse sobre los yertos párpados de la virgen que yace en la sala, rodeada del dolor de los suyos; el rumor de unos pasos en el pasillo, vigilado por los rostros sepia de cuantos en el pasado habitaron aquellos aposentos; el quejido de la vieja madera, que quiebra el silencio de la antigua escalera.
Traedme el aroma de las ramas del ciprés, expandiéndose y consumiéndose en las grises claridades del invierno que agoniza; el roce de la cancela que nos lleva a la fresca fronda donde la vieja fuente desgrana su eterna canción; el bramido de aquella res herida por el acero, el último destello de la bombilla, el crujido de la piedra angular de la vieja casa de los antepasados al desmoronarse bajo el brutal bombardeo de la Legión Cóndor; una brisa suave que, al rozar el metal de la campana de la audiencia, murmura el nombre de Federico García; el breve jirón de niebla que amortajó el cuerpo del heroico guerrillero que cayó en el monte; la breve cintura de la dorada espiga a punto de caer cercenada por la afilada hoz.
Una sencilla corona hecha con los pensamientos de la vieja mula uncida a la noria y haciendo su rutinaria y sencilla labor; de prolongados silencios; de miedos y de jornadas de 1º de Mayo con gentes a caballo persiguiendo obreros en las plazas y avenidas de las grandes ciudades, con gritos radicales y panfletos contra el capital y contra el monarca franquista tapizando el asfalto, donde se habla de la memoria de los pueblos, de los compromisos contraídos, de las traiciones de otros, con gestos airados hacia poderosas sedes bancarias, con promesas de continuar en la lucha hechas al pie de la tumba del camarada caído prematuramente; la huella del rayo en la torre de la iglesia que sobrevivió milagrosamente a la guerra civil; la huella de la lluvia sobre el cristal de la ventana del sobrado, desde donde se ve el henar, el campo de garbanzos y la cintura pintada de blanco de los viejos árboles de la carretera, los últimos testigos de aquella revolución; la calidez de unos labios; los gritos de los arrojados a las simas por los de Falange; el silbo del niño que fue mandado a por agua al caño de la fuente en la noche sin luna y que se enfrenta ahora al terrible mapa del infierno pintado en el barro de las fachadas y a los fantasmas de los difuntos; la vieja canción del agua descendiendo desde las cumbres pirenaicas hasta los cantos rodados de la remota aldea; el silbido del tren de medianoche que transporta a huidos, a madres que llevan humildes talegos con comida a hijos y esposos condenados a largas penas en lejanos penales; la vigorosa y armoniosa arquitectura vegetal del álamo desnudo recortándose sobre las aguas mansas del arroyo; los vencejos que buscan refugio bajo el alero donde se deposita el tiempo; gansos, mariposas, palomas torcaces, minúsculos y hacendosos escarabajos; el primer gañido del recién nacido; traedme también el cansancio de todos los camareros de Madrid, las lágrimas de todas aquellas viudas y huérfanos de los bombardeos de Málaga, de Barcelona, de Lérida y de Bilbao, todo el dolor por los fusilados en Badajoz; el casco de acero del soldado leal que cayó en Peguerinos, en el Guadarrama o en Cerro Muriano; las camisas impregnada de sudor del combatiente en Sierra Pandols, en Sierra Cabals…
Una tiara hecha con los nombres de todos los lagos, todos los arroyos y todos los oteros de nuestra amada geografía, de todos y cada uno de los milenarios puentes romanos. Traedme el aroma del enebro, el silencio del pinar, solo roto por el tac, tac de la azuela del resinero; la silueta de la entrañable ermita visigoda aneja al minúsculo cementerio donde residen definitivamente los que roturaron estos campos; el zumbido de la abeja en el colmenar del alcor.
Una sencilla corona con la que celebrar una nueva primavera para nuestro país, hecha con todas las quebradas, todas las hoces, todos los collados, cerros y montes de esta República de poetas, de soñadores y de cereales llanos, de luminosos campos donde triunfa el rojo de la silvestre amapola, el amarillo girasol y la morada lavanda de estos claros campos que esperan año tras año la mano proletaria. Traedme la estrella de cinco puntas del comisario de antaño, el último suspiro del que naufragó en la mar y la última visión del que se extravió en la nieve.
Una oración floral para este noble ciudadano hecha con las voces de León Felipe, de Miguel, Rafael, Juan Ramón, Pedro Garfias, Cesar, María Teresa, Pablo, Luis, Blas, Gabriel, Max y todos los poetas leales.
Ahora somos nosotros, páginas, fotografías brutalmente arrancadas del libro familiar y arrojadas a los abismos del olvido por el que tomó la espada homicida y los que, carentes de escrúpulos, se hicieron cómplices en el reparto de la hacienda, ocuparon la casa, se alojaron en las habitaciones más luminosas y cosecharon los frutos del pomar los que te preguntamos, hermano amado: ¿queda mucho para Sevilla, Antonio

Ángel Escarpa

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