domingo, junio 20, 2010

Saramago y la coherencia


La coherencia de un fascista es suma­mente fácil, y la de un católico español, imposible. Todos llevamos alma de fascista. Lo que distingue a los profesos de los que no lo somos, es que hemos reprimido al fascista. El fascista profeso nunca dejará de ser un asesino en potencia, y en cuanto al cató­lico español, siempre lucirán sus genes de avasa­llamiento, de apabulla­miento y de santa inquisición: lo que da de sí el dogma...
Yo, como siempre fui un hombre preocupado por muchas cosas, pero nunca comprometido (un término éste que tiene que ver con causas de izquierda y no de otra cosa), comprendo muy bien a quie­nes han titubeado sobre su izquierdismo ra­dical. A los de la derecha fascista no les exigimos coherencia. Es muy fácil ser coherente con el egoísmo extremo y el de grupo, y con la falta de conciencia social. Pero cuando se tiene conciencia nos debatimos entre nuestro estricto interés y también el ajeno. Por eso los iz­quierdistas nominales, es decir a secas, es muy frecuente que rolen hacia el derechismo final más o menos solapado (véase dónde es­tán ahora los Boyer, los Felipe, los Solana, los Carrillo y tantos y tantos otros que tan buenas migas hacen con el sistema y con su contribución lo arropan, y nada claman por cambiarlo). Y la cosa es así porque el izquier­dismo de arranque en este país, el de los años 78, pudo ser cualquier cosa novedosa con tal de que no fuera descarado franquismo. Somos los radicales de izquierdas quienes menos fluctuamos. Otra cosa es que, en parte porque no nos creemos el sistema y en parte porque sus líderes nos parecen in­suficientemente radicales -según nuestro estado de ánimo-, no nos hagamos cómplices de ambos y por eso a menudo se nos quitan las ganas de votar.
Por aquí puede leerse un artículo de Carlo Frabetti que apunta a la “incoherencia” postrera de Saramago al escribir o hablar sobre el "rostro amable" de Polanco y al arremeter contra Alfonso Sastre. Yo también puse verde a Saramago por cosas que ahora no recuerdo. Pero su muerte me ha hecho reflexionar. Y pienso que, si nos po­nemos así, es decir, si extremamos nuestro izquierdismo y nuestras exigencias al escritor y al hombre con voluntad de izquierdas de verdad, no creo que se salven en el mundo y en la historia apenas diez justos. Todos los demás hacemos de tripas corazón para serlo. Pues ¡cuántas veces nos dan ganas de abandonar la causa ideoló­gica que piensa sobre todo en los demás para pensar sólo en noso­tros mismos, refu­giarnos en la mera filosofía del izquierdismo y pur­gar a solas nues­tras contradicciones!.
Pues si detestamos el pensamiento único y al mismo tiempo que­remos seguir siendo coherentes, nuestra coherencia no nos permiti­ría sustituirlo por otro pensamiento único por más legítimo que nos parezca el nuestro. El mundo, socialmente hablando, no tiene más arreglo que con revolución. Y ésta no va a hacerse... de momento. Y mientras no se haga, todos los que de alguna manera nos hacemos oír públicamente, habremos de reconocer que no hacemos más que hablar pero no pasamos a la acción o sólo a acciones testimoniales que al final no van a parte alguna porque todo sigue igual.
Saramago fue otro hombre más de los muchos humanos que es­tamos acomodados en relación a los tantísimos millones que viven con menos de un dólar al día, que debió luchar lo indecible con­sigo mismo por ser coherente para sí y para el mundo. Pero sabía que en un mundo dominado por el poder concreto y difuso,es im­posible serlo absolutamente.
Y no ser demasiado exigente con quienes mostraron altas dosis de voluntad y de esfuerzo por ser coherente entre lo que dicen y lo que a veces desdicen, y porque la naturaleza humana es débil, creo que es la primera excelsa cuali­dad del hombre y la mujer de izquierda radical.
No seamos demasiado severos al juzgar ahora a Saramago y, si acaso, reprochémosle haber aceptado el Premio Nobel. Si hubiera sentido a la verdadera izquierda, no lo hubiera recogido. Pero en lo demás, y aun en este mismo detalle vanidoso (quizá pésimamente aconsejado a sus muchos años por sus más cercanos), no dejó de ser un pobre hombre; un pobre hombre que lució unas cuantas ideas aprovechables como las tenemos todos: tanto los que escri­bimos como los que no escriben y se limitan a exponerlas socráti­camente en sus tertulias...

Jaime Richart

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