miércoles, agosto 24, 2011

A 40 años del golpe de Bánzer


Para muchos no parece que haya pasado tanto tiempo, ya que todavía están en nuestra memoria la angustia, la decepción, la bronca de aquel 21 de agosto que tronchaba una época de auge de masas, de atrevimiento popular, de sueños socialistas, de un comienzo de dignidad nacional. Cierto que también había desmesuras e inconciencia en muchos dirigentes y organizaciones que, desconociendo la realidad profunda del país, creían que era la hora de provocar y asustar a los sectores conservadores. Pero esas desmesuras tenían que ser corregidas por los propios actores y sectores y actores sociales, en ningún caso por las Fuerzas Armadas que tienen como misión la salvaguarda de la patria y no su sometimiento a dictados imperiales o a planes alevosos y criminales como aquel Plan Cóndor.
Pese a los cuarenta años transcurridos, tenemos claro en la memoria que aquel golpe y aquel gobierno fueron la negación del país y del ser humano, que convirtieron en sistema la muerte, la tortura, el espionaje y la mentira, y que sometieron el país a designios extranjeros. Y quedan todavía miles de testigos de lo que fue aquella furia antipopular y antinacional, que quedó plasmada en la frase del dictador-presidente, dirigida a las masas campesinas todavía sometidas a esa gran farsa que fuera el Pacto Militar-Campesino: “Si ven a un comunista mátenlo, yo respondo”.
Ese hombre que se creía dueño de la vida ajena, y que más tarde también se sintió dueño de la fortuna ajena, maltrató al país durante siete años, y cuando un par de años más tarde se encontró con otro que estaba dispuesto a pedirle cuentas —Marcelo Quiroga Santa Cruz— mantuvo la misma posición y ordenó a su cancerbero García Meza que lo asesinara. Lo paradójico es que su cancerbero está pagando sus crímenes en Chonchocoro, mientras que él, el jefe máximo, fue aparentemente premiado con un período de presidencia “democrática” (en realidad otra falsificación de la voluntad popular, que fue posible por la claudicación y la traición de otras fuerzas que volcaron el voto popular a favor del viejo enemigo). Pero la vida es implacable, aquel “período” ni sería realmente tal ni mucho menos aparecería como democrático.
En todo caso lo curioso fue que sus seguidores se dieran el lujo de aparecer como paladines de la democracia, y fungieran de parlamentarios y ministros de gobiernos constitucionales, y se encaramaron en el Poder Judicial, y el colmo es que hoy muchos de ellos se dan el lujo de afirmar que nuestro actual gobierno es nada menos que “dictatorial” (y pueden darse ese lujo sin que nadie a su vez ordene matarlos).
Por supuesto no se trata de buscar venganza —la vida se ha encargado de eso— pero sí de mantener viva la memoria, y de ser capaces de comparar aquella década, la de los años setenta, con la que acaba de terminar, la que empezó el año 2000 (cuando el pueblo de Cochabamba sometió al antiguo dictador), porque esa comparación nos va reforzar las ganas de vivir y de luchar.
Un símbolo de todo esto puede ser el cerro de Laikakota en La Paz. Hace 40 años fue el símbolo más concentrado de la masacre de jóvenes cuyo delito era soñar con una patria diferente, fue un cerro regado con sangre y teñido de horror. Hoy ese mismo cerro se ha convertido en un espacio verde y apacible a cuyo alrededor se va extendiendo un parque urbano donde se puede ver a niños y niñas jugando y aprendiendo, y todo eso con la subvención del estado (en su instancia municipal). La colina de la sangre y el asesinato se ha convertido en un espacio del Vivir Bien, ¿no podemos interpretar eso como el símbolo del sentido que tuvo aquella lucha y de lo equivocados que estaban el golpista dictador y sus seguidores?
Para eso sirve el conmemorar, para que nuestros ojos sean capaces de percibir el presente y las opciones que nos ofrece, de modo que nunca más demos pretexto a los señores de la muerte para que se nos metan en la vida, en nuestra vida. Amén.

Rafael Puente
La Época



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