jueves, septiembre 20, 2012

Tras la muerte de Santiago Carrillo: Algo huele a podrido en Hispamarca


Los años de lucha clandestina o la digna actitud de Carrillo frente a Tejero el 23F no se pueden obviar pero no pueden ocultar los daños que la política “carrillista” causó al moviendo obrero.

En el momento en que movimientos como el 15M ponen en evidencia la caducidad del régimen de la reforma, en el momento en que el neoliberalismo ha dinamitado los viejos pactos sociales, en el momento en que una joven generación en estado de crecimiento político continuado se plantea nuevas respuestas constitucionales, sociales y económicas y se pregunta sobre las alternativas a la UE, precisamente en ese momento, a raíz de la muerte de Santiago Carrillo, estamos viviendo en los medios institucionales y en los medios de comunicación una representación que supone la metáfora de los consensos de la transición española. Las condolencias por la pérdida del veterano político son puro símbolo del régimen político español.
¿Imagina usted que tras la muerte de Marx o Durruti o el asesinato de Luxemburg o del Ché sus enemigos políticos hubieran glosado su talla intelectual, política y moral? La respuesta inequívoca y unívoca es no. Y, efectivamente, no fue así: los patronos, militares, politicastros y oligarcas no lloraron sobre sus tumbas, al contrario: escupieron y echaron lodo. El antagonismo en la lucha de clases no dejó y no deja hoy lugar alguno para la compasión ni la lírica a la burguesía.
Pues bien, en el Reino de España estamos viviendo un aluvión de alabanzas, excepto desde los sectores abierta y públicamente parafranquistas, hacia el comunista Santiago Carrillo recién fallecido. Los elogios que llenan las ondas, internet y los papeles han surgido de bocas tan cualificadas como la del monarca que dice ser su amigo, los presidentes de las Cortes y el Gobierno (ambos del partido que está lanzando la mayor ofensiva contra la clase obrera española desde 1977), los jefes de fila de la inane leal oposición de su majestad (socialistas, upeyderos, convergentes y peneuveros…) e incluso desde ERC y ¡Amaiur!.
¿Todos se han puesto de acuerdo para poner en valor a un discípulo declarado de Marx y Lenin? Me temo que no. Las loas no lo son a un subvertidor del orden social (que hace muchos años dejó de serlo) ni al combatiente por las libertades desde un PCE que jugó un importante papel en la lucha antifranquista, tanto como al muñidor de las maniobras que permitieron desactivar al movimiento obrero ante sus enemigos. Al artífice de los consensos que alumbraron el régimen democrático limitado surgido de la Transición.
Que Santiago Carrillo ha ocupado un importante papel y espacio en el movimiento obrero y la historia política española es innegable. La cuestión es dilucidar el resultado, evaluar las acciones que llenaron una larga e intensa vida militante. Solamente alguien que como Carrillo ha tenido tanta influencia en la izquierda española ha tenido en sus manos tantas posibilidades de ayudar al avance del movimiento obrero y también, por el contrario, ha tenido en la práctica tanta responsabilidad en su derrota política tras la muerte del dictador.
La burguesía y sus partidos lo que aplauden a Carrillo (calificado de moderado y de orden, con lo que ello significa en sus bocas) es, precisamente, que les ayudara en su transfiguración democrática desde su apego al viejo régimen. El falso mito de la pacífica y ejemplar Transición ha inducido también a la mitificación y ennoblecimiento del papel de figuras como la de Carrillo. Y, en su día, hace poco tras su muerte, la del criminal ministro franquista Fraga Iribarne.
Sin embargo, las cosas fueron más sencillas y menos gloriosas, el dirigente del PCE fue el inspirador, autor y ejecutor del “amnistía a cambio de amnesia” que se concreto en el perdón y el olvido para las tropelías de los verdugos y el olvido y el abandono de la causa de las víctimas. La desmemoria es la causa actual de pérdida de raíces, orígenes y referentes de la vieja y nueva izquierda social. La desmemoria permite que la derecha rehaga el discurso histórico.
La lógica del proceso de pensamiento político que sustituyó la lucha de clases por la reconciliación nacional, transformó la ruptura democrática en ruptura pactada, cambió la lucha como hacedora de nuevas correlaciones de fuerza por el consenso a toda costa, por la negociación como único escenario en el tránsito entre la dictadura y la democracia. El resultado final, del que no fue ajeno Carrillo (de ahí los reconocimientos) es una Constitución limitante y constrictiva que hoy resulta ya claramente antipopular. De nada vale la argucia de invocar el miedo a los sables de los años setenta, menos aún confundir la conquista de las libertades con su pacata expresión constitucional. Ese debate ya lo han resuelto quienes no siguen apegados o nunca lo estuvieron a la sacralización de los pactos políticos y sociales postfranquistas. Sirva como ejemplo de ese deslizamiento de la “ruptura pactada” a la concesión sin contrapartidas (e impuesta al movimiento obrero al que tuvieron que disciplinar) que la aceptación de la bandera franquista (monárquica) fue algo más que una renuncia a la tricolor: supuso dejar la reivindicación republicana para unos pocos días festivos al año y abrazar la causa de la normalización juancarlista. Con ello Carrillo ganó la respetabilidad ante los poderes fácticos pero la perdió a los ojos de miles de activistas.
El resultado de los años de la Transición se saldó con un retroceso en la conciencia de la clase obrera, su desorientación política, el sorpasso electoral socialdemócrata, el “desencanto” masivo y la división y marginalización del poderoso partido comunista. Pero esa política del consenso a toda costa no fue un hecho aislado; al contrario, fue la concreción de la aventura eurocomunista en el caso español. La tríada formada por Santiago Carrillo, Georges Marchais y Enrico Berlinguer lograron en sus respectivos países y partidos la minoración de sus activos y su acercamiento a las posiciones socialdemócratas, haciendo cada vez más difícil identificar sus alternativas respecto a las del “otro” partido hasta, en ocasiones, confundirse con el mismo.
Por eso las opiniones que suscita la cuestión del eurocomunismo y la misma figura de Carrillo en sus ex-camaradas del PCE o en la dirección de IU va desde su defensa acrítica al resquemor, pero sin capacidad en ninguno de los casos de distanciamiento. El mundo PCE actual (al igual que el de los seguidores de Carrillo) es rehén de su visión de la historia del final del franquismo. Los militantes comunistas fueron activos actores y acabaron creyéndose, mayoritariamente, el guión del consenso como necesidad histórica como si fuera la realidad y la única vía posible. El mundo del PCE, sometido a una metodología organizativa cainita propia de sus orígenes estalinistas, sigue oscilando entre aspiraciones de transformación social y la socialdemocratización e institucionalización de sus horizontes y criterios. Esa es parte de la herencia de Carrillo, como lo es la desactivación de su partido.
Santiago Carrillo fue, como tantos miles de comunistas de los años treinta y cuarenta, estalinista. Ahí están las raíces de su lógica. Pero esa no es la cuestión que quiero resaltar, lo que quiero señalar es que tras el XX Congreso del PCUS Carrillo, como tantos otros, se distancia de la figura del dictador y del periodo estalinista, pero ni revisan sus concepciones sobre la lucha social y política (tanto en dictaduras como en democracias), ni señalan crítica alguna a temas tan significativos como los del asesinato de Trotsky o de Nin (por señalar los casos políticos más significativos de entre muchos incluidos guerrilleros y militantes del PCUS o del PCE), ni varían sus concepciones sobre la democracia interna en los partidos obreros, ni sobre la necesidad de la democracia socialista como vector esencial de la construcción del socialismo. Sin solución de continuidad, los estalinistas de José Díaz se transforman en fervientes demócratas al uso, sin profundizar en su supuesto marxismo. No hay ni una palabra autocrítica política y, lo que es más grave, reconsideración moral alguna.
Los años de lucha clandestina o la digna actitud de Carrillo frente a Tejero el 23F no se pueden obviar pero no pueden ocultar los daños que la política “carrillista” causó al moviendo obrero. Si miramos muy lejos, con su apoyo a las contrarrevolucionarias posiciones estalinistas que no sirvieron para defender ni la República ni la Revolución Proletaria; si miramos 40 años atrás, con su política de solución pactada con los franquistas; y si observamos sus últimos años, con su defensa a capa y espada de un régimen que comienza a hacer aguas. De ahí que suene a falso ritual fúnebre la dimensión que se le atribuye a favor de la clase trabajadora cuando a su vez se le clasifica como “hombre de Estado”. Una contradicción en los términos: bajo el capitalismo los hombres de Estado lo son del estado de los explotadores, los luchadores de la clase obrera son los arietes de los explotados y oprimidos, de las gentes de abajo. No hay espacio compartido entre lo uno y lo otro.
Conclusión. Tanta alabanza hacia Carrillo de sus supuestos enemigos de clase y adversarios políticos me recuerda el shakespeariano diálogo de Marcelo en Hamlet que, lejos de significar la popular y equivocada expresión que sirve de pie para titular este artículo (“algo huele mal en Dinamarca”), mejor habría que traducir como “algo está podrido en Dinamarca”. Paralelamente, en el caso español no es que algo huela mal, es que algo está podrido en el reino.
Y final. Dicho lo anterior, y al contrario de quienes tanto lo han alabado en las últimas 24 horas o de quienes de forma sectaria se alegran por su desaparición, realmente siento su muerte, pese a su avanzada edad, y compadezco el dolor que su gente cercana (sean amigos o familiares) siente en este momento. La muerte, por muy natural que sea, la siento como el fracaso de la naturaleza.

Manuel Garí
Madrid, 19 de septiembre de 2012

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