martes, diciembre 25, 2012

Tarzán y el totalitarismo colonial




Nadie se puede creer que una criatura recién nacida sobreviva en la selva africana, y que con la ayuda de tribu de monos, pero sobre todo gracias a su privilegiada genética, a si pertenencia a una raza de señores blancos, acabara siendo coronado rey de unos territorios ignotos.
Sin embargo, la vida real nos enseña cosas muy diferentes, por no decir opuesto. Tenemos la historia de los campos de concentración donde los primeros en caer era la gente de “buena familia” que no había tenido que luchar por la vida. Un natural en cualquier selva tendrá mil veces más posibilidades de sobrevivir que un aristócrata británico por mucho linaje que tenga. Pero claro, muy poca gente que leía, veía las películas o los tebeos sobre Tarzán, se planteaba nada por el estilo. La mayoría nos acomodábamos a los parámetros raciales evidentes, y ni tan siquiera nos hacíamos pregunta sobre la humanidad de unas tribus que aparecían catalogadas por debajo de los animales, unos animales que se distinguían también por su proximidad o su lejanía con Tarzán. Así eran las cosas, a nuestros abuelos le habían vendido que la guerra de África era contra los “cafres”, y lo único que les preocupó fue que no se llevaran a sus hijos…Esa fue nuestra educación, obviamente también habían otras cosas, sobre todo la aventura del superhéroe blanco que tuvo en la gran pantalla su expresión más fascinante…
El apogeo de Tarzán en el cine llegó con el sonoro. Antes, la saga ya contaba con un extenso prólogo (del que la MGM tomó buena nota aprovechando no pocas ideas que luego aparecerían como aportaciones propias), el “primer” Tarzán reconocido por casi la práctica totalidad de los aficionados al cine es Tarzán de los monos, realizada en 1932 por el experimentado W. S. Van Dyke, y sin duda la más memorable de toda, y escrita por Cyril Hume e Ivor Novello (autor de unos diálogos en nada memorables por su ingenio o talento, pero tan increíblemente eficaces que hasta llegaron a hacerse “lenguaje” común en los juegos de los niños; en expresiones habituales entre los mayores para efectuar alguna indicación sobre el mundo de Tarzán.
Más que una adaptación de la novela, o el resultado del punto de vista del Dyke, fue ante todo un producto de la MGM, (en concreto el mítico Irving Thalberg) que puso en marcha su experimentada y formidable maquinaria, el buen oficio del equipo técnico, la pericia de sus realizadores, así como el extenso plantel de secundarios, algunos característicos de relieve como C. Audrey Smith, Barry Fitzgerald, Laraine Day, Ian Hunter, Charles Bickford, Henry Stephenson, Henry Wilcoxon, etc, o sea con una conjunción de elementos que consiguieron trascender las flaquezas del producto y elevarlo a la categoría de "clásico". La productora del león enfocó la serie a la medida del carácter elemental de Weissmuller, y comercialmente, no se equivocó: Weissmuller aunque era un actor tan execrable que era incapaz de interpretar una emoción dramática, o de memorizar unos diálogos que fuesen un poco más allá de los célebres "Yo Tarzán...tú Jane" amén de algunas palabras que sonaban por arte de birbiloque a lo que se pensaba que debía ser el lenguaje de las oscuras, rencorosas, y ululantes tribus salvajes se convirtió en uno de los actores-personaje más emblemático de la historia del cine, únicamente comparable quizás con el que Boris Karloff representaría con la “Criatura” del Dr. Frankenstein. Entre los actores de la Metro que se presentaron a las pruebas para protagonizar Tarzán de los monos en 1933 coincidieron algunos actores famosos como el mismísimo Clark Gable. El director W. S. van Dyke rechazó al primer vistazo a éste sin camiseta, dijo: "Es un canijo. No tiene cuerpo".
Ni los tarzanes de antes ni después alcanzaron nunca la aureola que rodeó y rodea todavía al Tarzán insuperado que encarnó, el más simplón de Johnny Weissmuller, tan en consonancia con el público infantil o infatiloíde. Este Tarzán fue uno de diez filmes más taquilleros de 1932, y todavía sigue dando beneficios, sus resultados convencieron a la MGM para invertir en una nueva serie que se amplió todavía en cinco títulos más
El argumento fue pensado teniendo más en cuenta los comics de Hal Foster que las realidad­es y sugerencias del original novelesco Burroughs. O sea, no solamente es otra selva, es también otro Tarzán, todavía más simplificado; más identificable, con rasgos y atributos que también pertenecen a la pequeña tradición cinematográfica, todo vale para componer un nuevo mito. Se trata de un Tarzán carece de pasado y las relaciones que man­tiene con Jane son menos conflictivas, todo está hecho a la medida funcional del espectador medio. Se trataba de un Tarzán más civilizado, más aburguesado y por supuesto más trivial, que el original. Se le podía calificar más de un "buen samaritano" que un "buen salvaje", de hecho transportaba su faceta de "self made man" por la simplicidad de los decorados en Toluca Lake (California), una selva que reconstruía un mítica Africa en blanco y negro que podan ser cualquier bosque, pero para que resultaban más que idóneo para la ocasión. Además, en su casa situada en la frondosa selva, repleta de animales peligrosos como el tigre, inexistente en el continente, llegó a tener todas las comodidades imaginables, y se podían cenar unos huevos de avestruces cocidos que habrían hecho las delicias de un sibarita; incluso hasta le llegaba el correo con las cartas de Jane cuando pasaba algunas vacaciones en Londres. Tampoco le importó a nadie que Tarzán se paseara por Nueva York (y más tarde por las costas mexicanas, una mítica ciudad de las amazonas, sin olvidar la India de los maharajaes o el río Amazonas), ya que lo que importaba no era su “realismo”, sino cumplir un verosímil fílmico plenamente aceptado desde las butacas de varias generaciones. Ni que decir tiene que en su conjunto, la serie traicionó ampliamente las intenciones de la obra de Burrough. Más que una "versión" de sus novelas se trata de una "adaptación" o de una fuente de "inspiración" en los "caracteres" de sus novelas.
Vista desde la perspectiva actual, Tarzán de los monos aparece como un film rematadamente ingenuo y muy artesanal. No se sorprende de no haberse percatado en otros tiempos de las numerosas transparencias algunas de las cuales se repetirán en más de una ocasión en otras entregas, como la del rinoceronte furioso que está punto de matar a Tarzán, a Boy y también a “Chita”. Su trucajes suenan a descarado, las peleas de Tarzán con las fieras están resueltas en un santiamén, y resulta evidente que Weismuller no tiene ninguna entre manos, el monstruoso gorila del pozo de los pigmeos cobraba sin duda su mensualidad, y los plano generales no pueden ocultar que Weismuller (como Jane y “Boy”), están doblados, en el caso del primero por famoso trapecista mexicano Alfredo Codona. La puesta en escena es tan elemental como la de tantas otras películas de aventuras ya olvidadas, y está claro que, como en Trader Horn, se busca el efecto con la acumulación de las apariciones de animales gracias al abundante material rodado por el intrépido equipo de esta influyente película. No se puede hablar con propiedad de personajes, ni quiera el señor Parker tiene su tiempo para decirnos algo sobre quien y sus intenciones, y a los “malos” solo les mueve la ambición, apenas se nos dice gran cosa sobre Tarzán, quizás las suficientes para dejar claro que reina y hace retroceder a los salvajes con taparrabos.
Tampoco sabemos mucho sobre la exquisita Jane, si acaso que se llama Jane Parker (Maureen O'Sullivan) no tiene relación alguna con los aristócratas Greystoke, sino que es la hija de un comerciante, el adusto James Parker (el soberbio cascarrabia C. Aubrey Smith), que viaja a la selva con la misma soltura que Deborah Kerr camino de las minas del rey Salomón, y como el pretexto argumental para que Tarzán entre en contacto con la “civilización”, y por lo tanto con una trama aventurera. Cargada con seis baúles de ropa («sólo traigo lo imprescin­dible», comenta, con un evidente rasgo de autoironía “femenina”) Todo descansa sobre la suma de efectos, y sobre una trama sencilla: Tarzán domina la jungla, es el único que respetan los nativos más feroces, los expedicionarios se dividen, el señor Parker y su hija aprenden a respetar la “ley” de Tarzán, una sencilla regla sobre lo que es bueno y es malo, que luego servirá para tratar de ofrecer una lección de jurisprudencia comparada en la última de la serie, en la “selva” mucho más peligrosa de Nueva York, sobre todo si eres africano, que Tarzán lo debía de ser aunque su padre literario jamás pisó África.
La civilización, con lo bueno y lo malo, está representada por los blancos que encabezan una expedición, con un “malo” capaz de disparar por las espaldas sobre un pobre porteador supersticioso que huye. Vienen de lejos, pero su camino comienza cuando llegan al umbral del escarpado y casi inaccesible monte Muthia, cuya silueta de cartón piedra que yergue oscura y amenazante sobre los expedicionarios que se introducen a pesar de las amenazantes advertencias de que se trata de un territorio salvaje, “tabú”, se establece por los tambores de fondo y por la utilización de signos tan concluyentes como una calavera fijada en un árbol. A lo lejos suenan los tambores de una tribu que tendrá que ser caníbal por lo menos. Los infelices porteadores que son tratados a latigazos por su capataz, muestran inquietud, uno de los exploradores blancos comenta: «Gaboni. Si nos cogen nos ma­tarán». Después de varios días de marcha, la expedición se aproxima a su objetivo y como contrapunto a los terribles “gabonis”, aparece Tarzán precedido por su grito, quien se lleva consigo a Jane, ante la cual no tarda en mostrar una exhibición de proezas. Entre otras cosas, Tarzán se desplaza ágilmente por la selva a través de unas lianas que siempre están a disposición; ahuyenta a una ruidosa manada de hipopótamos; nada a gran velocidad (este si que era Weissmuller sin doble), combate cuerpo a cuerpo nada menos que con un tigre, se desplaza a lomos un elefante que guía una manada; y ayuda a otro a salir de la trampa en la que ha caído. No hay duda, es el rey de la selva, alguien único, la imagen de nuestra superioridad. Se comunica con sus vasallos, los animales, con palabras que será reconocidas hasta por los elefantes de un circo de Nueva York. Una vez diluidos los efectos del primer susto, la relación entre ambos les hace más cómplice, casi llegan a hablar fluidamente. .
Sin embargo, raptar el malo, y Tarzán le dice a Jane que vuelva con Ios suyos. «Él pertenece a la selva», comenta el padre. «Ya no, ahora me pertenece a mí», es la réplica de la hija. Los expedicionarios caen en manos de los temidos “gabonis”, que resulta ser una tribu de pigmeos que cantan a coro como Trader Horn. Estos –afronorteamericanos caracterizados-, los llevan hasta su poblado por medio de canoas, y los arrojan a un foso donde aguarda un feroz gorila de guardarropía. Pero Tarzán, ayudado por su ejército de elefantes, llega hasta la aldea de los pigmeos y libera a los prisioneros mientras los animales destrozan las chozas y cuanto se les pone por delante. Como uno de los elefantes ha quedado malherido, se convierte por sí mismo en la pista que llevará a los “malos” al mítico cementerio donde se nos aseguraba que se congregaban todos los paquidermos muertos. Cabría esperar al final de esta pista un escenario “de película”, pero no es así, y la acción se resuelve pronto. Jane Parker decide quedarse en la selva con Tarzán.
La segunda entrega fue Tarzán y su compañera (Tarzan and his mate, USA, 1934.), fue nominalmente dirigida por el decorador norteamericano de origen irlandés Cedric Gibbons, tarea por la que recibió hasta 11 oscares, pero en realidad estuvo a cargo de Jack Conway, artesano de primera responsable de algunas grandes películas como Historia de dos ciudades (1935). Este capítulo pasará a la historia porque es cuando se inician las relaciones entre Tarzán y su compañera, y en la que se advierten ráfagas de un erotismo nada ingenuo que llegaría a convertirse en marca de fábrica de esta primera serie, y sobre la cual no tardaron en posar su mirada los censores de todo el mundo (en la España de la postguerra fueron censuradas de nuevo), y el que escribe da fe de haberla visto con un caluroso estupor durante la adolescencia. Recordemos en este extremo la sorprendente secuencia en la que la recién llegada Jane se desviste ante su padre Parker (Neil Hamilton), que precisamente acaba de oler la ropa de su hija pero para recordar los aromas de la metrópolis, y que reacciona volviéndose de espaldas, con evidente nerviosismo, mientras ella sonríe restando trascendencia a lo que haciendo y continúa paseándose en combinación delante del aza­rado padre (el juego de miradas que intercambian ambos se apoya sobre de la carnalidad, sobre la consideración de la excitación sexual. Luego se suceden las escenas de juego románticos, y en los que la relación entre ambos se muestra un especial refinamiento. Es célebre la escena en la que ella se rasga la falda para vendar una herida de Tarzán, éste se desprende de la venda a lo que ella responde diciendo que ya no le queda ropa hacerle nuevos vendajes; no hacía falta que lo dijera, el público ya lo había advertido, no estaba habituado a contemplar semejantes alegrías.
No obstante, la trama es mucho menos interesante, se repiten los clichés de la anterior mientras que la búsqueda del cementerio de elefantes aparece al principio y al final como dos tiempos durante el cual se demuestra la codicia y la brutalidad de los cazadores que no dudan ante nada con tal de conseguir sus propósitos: apoderarse del yacimiento de marfil, un sueño de Eldorado africano. A falta de otro pretexto, la expedición ejecuta un periplo turístico-aventurero durante el cual se intercalan como ya es propio planos de animales de todo tipo, huyendo o dando caza a otro animal, el pase de una montaña sobre la que pende un abismo insondable sobre el que caen algunos temerosos guías, hay una absurda matanza de hipopótamos, y los cocodrilos acechan siempre en las proximidades del agua. La descripción del peso de las supersticiones en la tribu salvaje de los gaboni que más que apenas consigue emitir algunas palabras. Resulta muy significativa en este sentido la escena en que, al perseguir a los expedicionarios blancos, tienen que afrontar un pasaje por la montaña Muti donde vive Tarzán, y que por lo tanto es tabú. Consciente de ello, se detie­nen y no quieren avanzar llevados por el temor. Cuando uno de ellos trata de hacerlo, se da cuenta de su atrevimiento y retorna con los suyos que le sacrifican por haber transgredido la prohi­bición. Al final aparece tribu de enanos que parece extraída de los escritos de Stanley. Resulta original la idea de que el ambicioso grupo llegue al cementerio siguiendo los pasos de un elefante moribundo que transporta, precisamente, al agonizante James Parker. Ambos mueren justo a la llegada. Lo demás, no da mucho de sí, pero en realidad esto quizás no importa mucho, se trataba de ver, se veía, y aún se ve, "una de Tarzán"
Las cuatro siguientes fueron todas realizadas por Richard Thorpe (1896-1991), que ya había dirigido algunas excursiones primitivas al subgénero de aventuras africanas. Thorpe fue un artesano al servicio de la Metro al que se le midió por el significado de su nombre en castellano. Sin embargo, aunque se trata de un cineasta de pocas ambiciones, siempre dispuesto a lo que le ordene el estudio (MGM) como musicales que superan el ridículo, también es cierto que resulta un artesano más que notable cuando tiene un guión y unos medios adecuados, lo que demostró especialmente con algunos thrillers, y en la mítica lista de películas de aventuras que rodó en la primera mitad de los años cincuenta que incluye algunos de los mayores clásicos de aventuras de una fase dorada, en particular con El prisionero de Zenda. Thorpe es también responsable de dos de los mejores tarzanes de la historia. Se trata de La fuga de Tarzán (Tarzan Escapes, 1936), El tesoro de Tarzán (Tarzan´s Secret Treasure, 1941). La primera, aunque firmada también por un tal James Charles McKay, normalmente le es reconocida exclusivamente a Thorpe que con el material ya trillados, supo conferirle a ambas un tono mucho más dinámico y entretenido. No obstante, quizás la más conocida sea Tarzán y su hijo (Tarzan find sason, 1939). Tarzán y su hijo" Tarzan of finds a son. 1939).
En este caso lo más significativo es que la pareja Tarzán-Jane se encuentran fortuitamente con un niño abandonado (de manera muy similar a como le había sucedido al propio Tarzán), que se convierte en su hijo adoptivo al que llamaran expresivamente "Boy". Al no estar Tarzán y Jane casados legal­mente, la aparición de un hijo amenazaba con crear verdaderos problemas con las Li­gas de Decencia. Así pues, el bebé fue encontra­do en un accidente aéreo, y se eludió toda referencia se­xual. El boy ideal fue Johnny Sheffield, un pequeño actor elegido por Weissmuller y adiestrado personalmente por él en to­dos los deportes que debían compartir en la pantalla. En el Hollywood clásico, la verosimilitud no tenía nada que ver con la realidad. Los grandes artesanos conseguían hacer creíbles las cosas más disparatadas. La fábrica de sueños se ganó este título porque funciona­ba con reglas muy distintas a las de la vida cotidiana: creó un mundo aparte, un puña­do de películas que nunca envejecen, los grandes clásicos. A veces, como en La fuga de Tarzán, se intenta incluso tender un puente con las "razas oscuras", y haciendo travesuras Boy se pierde en la selva, y hace su camino junto con otro niño nativo que, a pesar de ayudarse mutuamente, no llega convertirse en su amigo, quizás porque la tribu del "negrito" quiere hacerle a Boy un yu-yu para aplacar a algún dios aberrante. El inicio de una amistad se convierte en pretexto argumental para que Tarzán con la ayuda de Chita y de Jane, intervenga y para que después de diversas vicisitudes, ponga las cosas en su sitio, y al "negrito" con su tribu ya calmada.
La última aportación del equipo MGM fue Tarzán en Nueva York (Tarzan's NewYork adven­turat USA, 1942), que significó la despedida de Richard Thorpe y de Maureen O'SuIlivan, que si bien nunca fue la gran estrella que quiso ser, si fue una gran actriz y desde luego, una Jane incomparable, con una franqueza erótica que se cortó drásticamente con el abominable Código Hays pero que subió la temperatura de varias generaciones de espectadores. Curiosamente, la muy católica Mauren se casó con el director australiano John Farrow, que incluía su mensaje católico casi en todas sus películas, hasta en sus "westerns, y tuvo con él dos hijas actrices, Mia, y la menos conocida, Tisa. El reparto lo complementó el shakesperiano Ian Hunter, y un avieso, encarnado por un gran actor como Charles Bickford, un cazador de fieras para los zoos, que atraído por las artes de “Boy” con los elefantes, lo rapta con un avión y se lo llevó a New York, “la jungla de cemento”. De alguna manera, la película parece una premonición de La ciudad no es para mí, con Paco Martínez Soria, pero aquí no son tribus ignotas, a las que se les puede atribuir cualquier extravagancia las que crean el peligro, sino el pequeño grupo de ambiciosos cuya deshonestidad desentona con un ambiente social armonioso y claramente agradable de la gran ciudad.
Tarzán se ve obligado a acompañar y (tratar de) obedecer, aunque sea por la veteranía de ésta en la ciudad. Mientras que Weissmuller pone cara de paleto que compara la ciudad con su jungla, la justicia norteamericana con su justicia (y, naturalmente, acaba convencido de que en los Estados Unidos ambas cosas funcionan), tiene también la oportunidad de mostrar sus habilidades como trapecista y nadador para darle vida al más deleznable argumento de toda la serie. El plato fuerte lo suele poner Chita, que hace alguna que otra gamberrada e interviene decisivamente para que todo acabe bien; aquí también con la ayuda inapreciable de los elefantes de un circo que, aunque nunca habían oído hablar a Tarzán, entienden perfectamente lo que éste les ordena.
Hay muchas maneras de verificar la persistencia del mito de Tarzán en nuestro educación sentimental. En los años cincuenta y sesenta, en la época dorada del programa doble, estos títulos fueron reestrenados en más de una ocasión, y el público no faltó. Luego serían emitidos periódicamente por la televisión, y finalmente reeditados en los diversos formatos de video y DVD. También existen numerosas evocaciones en las revistas de cine, así como en la prensa diaria. Lo dicho: es el mayor mito subcultural ligado a la leyenda dorada de la colonización de África, la cara imaginaria de una de las historias más atroces de la historia humana, la mayor expresión del “totalitarismo” coloniales, según Hannah Arendt, la madre de todos los totalitarismos…Por eso estará muy bien que después del tiempo de fascinación venga el tiempo de análisis y de la reflexión, que veamos la cara oscura de un cine de aventuras que nos sedujo y nos sigue seduciendo.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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