domingo, mayo 12, 2013

Conti: las palabras y la vida



Apenas una fecha y toda la vida. Aquel 5 de mayo de 1976. Imposible la síntesis, apenas sí un intento, el de transitar los lugares de ficción, que son los más reales de cualquier existencia. Imbatible, único y luminoso, con la imaginación al encuentro de los otros.

En la madrugada del 5 de mayo de 1976 se respiran el silencio y su noche. Una noche fresca, templada acaso por el murmullo de una ciudad que nunca duerme, bien diferente del pago tierra adentro, donde el rumiar cotidiano deja ver como crecen los álamos.
Es un comienzo, puede que también una representación de lo que es y seguirá siendo, como una paradoja a su vez, porque ocurre el final en ese, este mismo principio. Una brigada del Batallón 601 del Ejército Argentino es la que llega y no deja (casi) nada en pie. Solo la debilidad del terror, que junta tanta maldad como estupidez, lo ocupa todo, buscando erigirse como lo más definitivo, sin lograr otra cosa que no sean resistencias y bellezas durante y más allá de todos los tiempos.
Pero es un 5 de mayo, en su madrugada, donde todo se aquieta para romperse, para darle el pie a esa tempestad de la que pocos y nadies saben, o no quieren saber. Él, a contramano o a conciencia, conocedor de naufragios y capitanes, puede intuir, como una única certeza, que será larga y oscura la travesía que se viene. Puede, podrá recordar a Lirio Rocha, allá, en la Punta del Diablo, oteando un horizonte, con la calma y, momentánea o aparente, resignación, de saberse. Una parte más del paisaje, interactuando con el, dejándose ser, el apenas de mucho, un destino, la forja de lo propio y los otros, agua de tanto y la inmensidad, de saberse, eso, y mucho más. De saberse: componedor de la vida, marginal, bien orillero, en un lugar en el mundo, mejor, posible, cierto.
El aire se perfuma de noche, tiene su secreto como cuando la colonia se junta con la piel. Es alquimia que no se encuentra en ninguna parte. Se puede esperar cualquier cosa, hasta todo, quizá, si se quiere, pero poco y nada se puede preveer. Y encima quien sabe qué queda. Tan vista a la legua como inevitable, dirán unos cuantos, que para hablar son mandados, pero que de vivir no saben ni un cuarto de milla o media canción. Igual, como sea, el aire enamora desde la esquina de la plaza hasta la panadería, donde en algún punto el señor Pelice pensará en eso del borrador, la vida de un hombre, lo mísero que dicen que es el asunto. Hasta que un día claro, en un minuto, el mismo asunto, la vida de ese hombre, es una luz deslumbrante. Y la tía que nunca se va a morir, porque ahí está el secreto del mismo y gran asunto.
El pueblo es el mismo. Lo es y seguirá siendo hasta el último día de todos los días. Se agrandará un poco, y de a poco, dando una idea de lo manso de su andar. Perezoso y polvoriento, póngale, o más bien cálido, de tierra fresca cada tanto, que cada tanto se seca un poco para volver a nacer. La ruta que lo rodea y acerca es una traza jamás gastada ni por todas las carreras deseadas y juntas, desde la doble par hasta el entrenamiento del tío. El campo, ahí a la vista, si no es que todo es campo y el resto un accidente raro de explicar, es un pañuelo, grande y asible. Para respirar, dirán los de ahí, para perderse igual que en el delta, entre riachos y balandras, dicen los aventureros o forasteros, si hay algo que los distinga. Nada tiene que ver pero sí. La yunta de personajes que vuelan o se deslizan es irrepetible. Entre lo a veces entrañable, lo a veces pequeño, como la vida de cualquier hombre, que se parece a un mísero borrador, ese, de antes, de después, que se boceta como el cuento más justo, aunque luego salga lo que sale. Uno que va en puntas de pie, y otro que como un león se levantará, y caminará, para volver sin jaula alguna que lo encierre, para mirarla tan de lejos que ni cerca de alrededor esté.

Baires es Baires, Chacabuco otra historia.

Pero es, fue, y vuelve a ser y existir un 5 de mayo. Redondo como cada vez, como las teclas de esa, de esta máquina que inerme e intocable quedó desde ese día, cuando desaparecieron al viejo, al Boga, a Oreste, al Príncipe, a Margarita, al Polo, a El Román, Cafuné, Pocha, al Largo Fourcade, a doña Julia Lanfranconi, a El Quinque, a las islas, al río. “Por ser y consistir, por compartir el aire y el pan de sorgo con los que agachan el lomo y sueñan aún.” Pudo, puede que siga diciéndolo todavía, en la ilusión de no querer dejarnos nunca, en la certeza de no abandonarnos jamás.
Quien escribió las historias más perfectas dijo que entre la literatura y la vida elegía, se quedaba, con la vida. Allí, el compromiso del afecto y el de la militancia revolucionaria, el pensar tanto en él como en los otros. Sus libros resultan pocos por tan buenos, como el mismo Haroldo, una parte grande de todo. Así también el intento del recuerdo, borroso y luminoso cada vez, a cada paso que lo aleja y lo acerca. De lo mejor que nos pudo y nos puede pasar un día.

Víctor Gómez

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