viernes, junio 14, 2013

Guevara según nosotros



De estar con vida, hoy Ernesto Guevara Lynch cumpliría 85 años. Celebramos su cumpleaños con un recorrido por lo que su figura quiso decir, y aun dice, a quienes desde Argentina nos negamos a transformarlo en un broce inanimado.

Ernesto Guevara se ha presentado, a lo largo de las últimas décadas, como una figura central dentro de la cultura nacional. Y digo de la cultura, y no solo de la cultura política, porque el Che ha sido un ícono de la militancia revolucionaria (marxista y peronista), una figura reivindicada por la izquierda reformista –esa misma que en vida lo acusaba de aventurero–, pero también, una estampa en las banderas y canciones de bandas del rock nacional; motivo de cántico de públicos apasionados, tanto en chanchas de fútbol como en recitales; tatuaje en el brazo de Diego Armando Maradona –con todas las repercusiones que implica– y una imagen rescatada por la rebeldía juvenil frente a un mundo que le resulta antipático.
El Che, sus borceguíes abiertos, desabrochados cuando era ministro. Sus pantalones con un broche de colgar la ropa, cuando aparece vestido como comandante del Ejército rebelde. Dos imágenes en las que podemos ver a quien se resiste a aceptar las normas. Dos imágenes de un revolucionario en quien, también, persiste la rebeldía. Por supuesto, Guevara también ha sido retrato devenido mercancía, motivo de lucro para el capital. Pero no es en este aspecto en el que quisiera detenerme ahora, sino en las resonancias actuales de su figura, recuperando una singular mirada setentista: la de Rodolfo Walsh.

El Guevara de Walsh

El Che solía hablar de la “moral” revolucionaria. Un término que hoy en día nos suena un tanto fuera de lugar, ya que el pensamiento crítico ha dado pasos importantes en post de desligarse de algunas visiones que compartía con el pensamiento hegemónico. En ese sentido, hoy podríamos más bien hablar de la “ética” revolucionaria, que empecinados, pretendemos sostener. Una ética que, a diferencia de la concepción moral de la política, no parte de aseveraciones categóricas generales, sino que se construya su recorrido a base de preguntas. No imperativos categóricos sino interrogaciones. Ya que, como sostiene el conocido lema del filósofo Spinoza: “No sabemos nunca lo que un cuerpo puede”. Así, definiendo a las experiencias a partir de preguntas, nos abrimos a las posibilidades de la experimentación. ¿De qué soy capaz? ¿Qué es lo que pueden nuestros pensamientos, nuestras acciones y pasiones?
Sin plantearlo en esos términos, pero con un tono bastante cercano a esto que estoy intentando plantear, Walsh construyó, luego de la muerte de El Che, una mirada bastante peculiar para su época. En un artículo periodístico, titulado “Guevara”, Walsh rescata de El Che su “figura imponente”, su “humor porteño” y, también, su “humildad”. Y desde esa imagen plantea que El Che era un héroe, sí, pero un héroe a la altura de todos (una concepción del héroe muy similar a la que ya había planteado, una década antes, respecto de aquellos personajes que protagonizaron la gesta narrada en Operación masacre: “No eran héroes de película, sino personas que se animaron. Que es mucho más que un héroe de película”). Eso fue en octubre de 1967, días después del asesinato del comandante en Bolivia.
Semanas más tarde, Walsh va escribir su último texto de ficción: “Un oscuro día de justicia”, que será publicado en 1973 (su último cuento publicado, ya que hoy sabemos que días antes de morir había redactado otros, entre ellos, seguro, el titulado “Juan se iba por el río”). Allí, en el cuento que cierra la “serie de los irlandeses”, Walsh va a plantear nuevamente esa concepción basada en una “épica posible”, gestada a base de “pequeños gestos”, protagonizada por “seres comunes”. Esa es, de hecho, la gran lección que puede leerse en “Un oscuro día de justicia”. Texto que, según cuenta Walsh, escribió en un estado de “conmoción”, luego de ver que El Che había muerto “demasiado solo”. El cuento gira en torno a una espera y una promesa: la llegada del tío Malcolm, no para una típica visita de domingo, sino para que “trompee” al celador Gielty, verdugo de su sobrino El gato, y del resto de los niños que habitan el internado de los irlandeses, a quien Walsh denomina “el pueblo”. La espera se concreta, y hacia el final del relato, el tío Malcolm llega, por fin, y trompea al celador. La historia parece cerrar con un final feliz. Pero no. Porque Gielty se repone y deja fuera del “ring” a Malcolm. Y allí se produce la verdadera “educación sentimental”. Escribe Walsh: “el pueblo aprendió que estaba sólo y que debía pelear por sí mismo”. Porque finalmente, “el tío Malcolm quedó como un héroe a mitad de camino”.
Queda clara la crítica que Walsh –como tantos otros– sostiene respecto de la “teoría del foco” pregonada por El Che. Pero como el propio Walsh escribe en su artículo “Guevara”, su muerte funciona como “nuevo punto de partida”. La crítica al foco no implica un cuestionamiento al ejercicio de la violencia popular, sino a la falta de ligazón de la vanguardia con las luchas emprendidas por las masas. Por eso Walsh va a ligarse al sector del peronismo de base, primero, y a Montoneros después (y en Montoneros dirá, a principios de 1977, que si la teoría de la vanguardia galopa demasiado delante de la realidad, se corre el riesgo de transformarse en patrulla perdida). Tal vez podamos pensar la lección del pueblo del internado de los irlandeses en estrecha relación con el lema esgrimido por la CTG de los Argentinos. Central sindical que Walsh integrará, dirigiendo el periódico CGT. Consigna que sostiene: “Sólo el pueblo salvará al pueblo”.

Guevara y la juventud argentina hoy

Quisiera, finalmente, rescatar un posible legado de Guevara para la actualidad. Me refiero al rol de la juventud militante en los procesos políticos. Se insiste, con frecuencia, en la importancia de que hoy en día existan tantos jóvenes preocupados por los destinos del país. Sin embargo, muchas veces, aún pesa sobre las espaldas de las nuevas generaciones de militantes, la pesada herencia del Terrorismo de Estado. No la de la teoría de los dos demonios, que por suerte y esfuerzos y luchas de tantos ya no tiene tanto peso en nuestra sociedad. Pero sí esa herencia que limita los horizontes, que sitúa en el lugar de la nostalgia o de idealistas utopías la posibilidad de romper los límites d elos que se plantea como posible.
“Una juventud que no crea es una anomalía”, sostuvo Guevara en su artículo “Que debe ser un joven comunista”. E instaba a los jóvenes a actuar permanentemente preocupados de los propios actos, haciendo hincapié en la capacidad de estar abiertos, siempre, a las nuevas experiencias. Sus palabras a los jóvenes comunistas convidan a la inquietud permanente, a ser esencialmente humanos. “Ser tan humano que se acerque a lo mejor de lo humano, purificar lo mejor del hombre por medio del trabajo, del estudio, del ejercicio de la solidaridad continuada con el pueblo y con todos los pueblos del mundo, desarrollar al máximo la sensibilidad hasta sentirse angustiado cuando se asesina a un hombre en cualquier rincón del mundo y para sentirse entusiasmado cuando en algún rincón del mundo se alza una nueva bandera de libertad”.
Por supuesto: Guevara hablaba y actuaba en otro contexto, muy diferente al de hoy en día. Y citarlo no ofrece (si es que alguna vez ofreció), ninguna garantía. Así y todo, podemos quedarnos con su llamado a los jóvenes, por el papel significativo que juegan en la sociedad, y traer su figura para que interpele nuestro presente. Para que incite nuevas rebeldías, nuevas irreverencias. Eso no nos excusa, claro, de construir el propio sendero por cual transitar. Y en este sentido, bien podríamos citar las palabras del Nietzsche de Así habló Zaratustra: “'Este es mi camino, ¿Dónde está el vuestro?', así respondía yo a quienes me preguntaban por 'el camino'. ¡El camino, en efecto, no existe!”.

Mariano Pacheco.
Periodista y escritor. Vive actualmente en la Comuna de Dique Chico, Valle de Paravachasca. Su blog es: http://www.profanaspalabras.blogspot.com.ar/

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