lunes, septiembre 02, 2013

John Ford, 40 años después



Hace 40 años falleció John Ford, cineasta todoterreno que destacó en el western y que rompió unas cuantas lanzas por la revolución irlandesa. Su perfil ideológico fue al menos ambivalente, pero buena parte de sus películas serán clásicos por los siglos de los siglos…
Después del apogeo del programa doble en los cines de barriada con público hasta en los pasillos, comenzó a pasar algo malo para el cine. Fueron diversos los síntomas, quizás el primero de todo fue la desaparición de muchos grandes directores y grandes actores que ya no llegaron a rodar en los setenta…
Algunos siguieron viviendo, como Elia Kazan o King Vidor, pero las aseguradores no querían invertir en películas dirigidas por ancianos que se podían morir detrás de la cámara. Los grandes estudios –las grandes fábricas- fueron desapareciendo, y el declive de la época clásica se notaba por todas partes.
Fallecieron Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Jean Rendir, y también John Ford (1 de febrero de 1894 - 31 de agosto de 1973), entre otros muchos más. Ford, al igual que los anteriores, tuvo un prolongado canto de cisne demostrando su plenitud como profesionales que rodaban de lunea a vienes, que se levantaban de madrigada para trabajar todo el día y que, además…Además eran grandes poetas de un medio en el que habían aprendido a trabajar día a día desde los tiempos del cine mudo.
Aquí nos llegaron cuando el atraso económico nos amargaba la vida, pero también había permitido que eso de la televisión llegara más tarde que en otros lugares. Precisamente el apogeo de la pequeña pantalla coincidió con el declive del que hablamos. Dicho esto, conviene ser justo y dejar constancia que, en sus primeros tiempos, la TVE demostró que también podía tener su parte buena y que, aparte de concursos y de series que hacían propaganda del régimen, programaba ciclos de autores y de actores que permitieron a una generación repasar filmografía y conocer muchos títulos olvidados o incluso, que no habían sido estrenado en su momento.
Hasta entonces, las salas de cine eran como la dimensión desconocida de una cotidianidad opresiva. Ya lo había dicho Paul Eluard: habían otros mundos, pero estaban en este. Era un mundo maravilloso, opuesto al pan y fútbol, a los sueños consumistas de un coche, unas vacaciones, pero sin duda una vida anodina en la que ver, oír y callar.
Cierto que no todo era sencillo, por ejemplo, las películas de John Ford eran interpretadas por algunos de los nuestros (la revista Nuestro cine, próxima al PCE y a la izquierda militante), lo presentaba como un reaccionario de tomo y lomo, incluso como un fascista, lo peor que se podía ser en esta vida y no digamos, en este país. Desde luego, como tantos y tantas, uno quería ser antifascista, y serlo en serio, sin embargo, no podía evitar caer de rodillas viendo aquellas películas con las que John Ford estaba cerrando su carrera. En esa secuencia final del director irlandés, entraban: Misión de audaces (1959), El sargento negro (1960), Dos cabalgan juntos (1961), El hombre que mató a Liberty Valance (1962), El gran combate (1964), e incluso, El soñador rebelde (1964), y Siete mujeres (1965), sobre todo esta última, obra de un Ford mucho más complejo del descrito por los colegas de Nuestro cine, deslumbrado por las ortodoxias críticas del PCF (Jacques Sabourl) y del PCI (Guido Aristarco). Todas ellas vistas de rodillas, con fervor más que religioso.
Poco a poco llegaron las discusiones, y en mi caso, el descubrimiento de esta revista en la que firmaron críticos que luego fueron cineastas más o menos reputados como Víctor Erice, Antonio Eceiza, Pedro Olea, , Santiago San Miguel, Jesús García Dueñas, y otros que se limitaron a escribir como César Santos Fontela José Luis Egea etcétera.
Habituado a las revistas semanales, por lo general poco exigentes, Nuestro Cine fue para mí como una revelación. Era el cine visto desde la cultura, y desde la izquierda a la que yo me inclinaba a pasos acelerados. Hasta entones puedo decir que me gustaba “el cine”, todo el cine, aunque ya había dejado de comprar la revista “nacional” Primer Plano porque entre mucha paja encontré un elogio al nazismo, y ya había tenido un vuelco en el corazón viendo El diario de Ana Frank, de George Stevens, un alumbramiento que tuvo la virtud de que desde entonces, diera más importancia a todo lo que se podía leer sobre el tema, si no recuerdo mal, a La indagación, de Peter Weiis, editada en 1965. Comencé a distanciarme en lo posible del cine más vulgar y comercial, o al menos me puse en ello. Hasta ahí de acuerdo, pero cuando leí el artículo de José Luis Egea: Nos repugna John Ford,…Pala conmoción fue inversa. Algo parecido me sucedió con Hitchcock, sobre todo cuando hizo la impresentable Topaz.
Egea acusaba el cine de Ford de “machista, misógino, ultraderechista, patriotero, etc”. No sé sí era Egea –perdí la colección hace tiempo-, pero él u otro también halaron de fascismo. Yo sobre Ford no sabía más que las cosas que se decían en revistas como Fotogramas, pero sobre John Wayne, su actor-fetiche, sí que había empezado a saber cosas, por ejemplo que había ido el único entre los famosos de su época que había apoyado a Franco. Esto coincidía con los reestrenos de otras obras fordianas que Egea y otros citaban como prueba de sus acusaciones, en particular Río Grande y El hombre tranquilo, aunque también por entonces se estrenó con retraso Centauros del desierto (1956), y pude ver igualmente Cuna de héroes (1955), en uno de aquellos desvencijados cine de reestreno con su ración de chinches y de espectadores vociferantes. Reconozco que me quedé hecho un lío. Sobre todo –insisto- por el grado de identificación que había desarrollado con esta parte de su filmografía, aunque también es verdad que tanto Río Grande como Cuna de héroes, me molestaron, y mucho, sobre todo porque uno estaba descubriendo que los Estados unidos podían ser una democracia casera, pero que su política exterior era fascista o algo parecido.
Pero El hombre tranquilo me entusiasmo hasta las cejas.
Naturalmente, seguí revisitando las películas de Ford en sus sucesivos reestrenos, en la filmoteca con los amigos y las amigas actuando ya como iniciador, luego en el vídeo y ahora en DVD o con la mula. Se puede decir que Ford no se ha ido ni se irá de mi vida como espectador porque forma parte de mi historia personal y de mis pasiones más intensas. Así pues, la discusión sobre su trasfondo ideológico nunca ha dejado de inquietarme. Pero tengo que decir que aunque leía Nuestro Cine como si fuera la revista de mi partido, nunca llegué a abrazar el enfoque que tan vehementemente representaba el citado Egea. Me sirvió para ello el comentario del entonces maoísta Jean-Luc Goddard en relación a John Wayne: lo amaba como actor al mismo tiempo que lo odiaba como persona. Cierto que no siempre era fácil distinguir entre una realidad y otra.
Esta discusión sobre las ideas del personaje y sus obras, ya estaba planteada tiempo atrás en la literatura. De todos y todas es sabido el alto aprecio que Marx tenía por Balzac que no era precisamente de la Liga de los Justos. Trotsky también escribió líneas muy sugerentes sobre Céline. Evelyn Waugh fue “quizás el mejor escritor inglés del siglo pasado” (que sí no lo fue sí que contaría para cualquier lista), sin embargo, fue el único miserable que apoyo la sublevación militar-fascista. Por la misma época en que discutíamos sobre Ford, yo leía con entusiasmo Knut Hamsun que luego me enteré había sido un despreciable “colaboracionista” con los nazis, y descubrí a Juan Antonio Zunzunegui, antiguo falangista. Pero no es necesario andar tan atrás, hoy tenemos ejemplos para dar y vender. No creo que Mario Vargas Llosa merezca respeto como individuo, sin embargo, su obra, sobre todo la que le hizo famoso, seguirá siendo nuestra.
Así pues, fue en las salas de cine donde aprendí a diferenciar entre la persona y el autor. No hay ninguna necesidad de “convertirlo” en una suerte de “radical reprimido”, ni de evocar su fase “liberal” de los años treinta, ofreciendo ayuda económica a la República española por más que esto fuese cierto como lo eran sus simpatías por la revolución irlandesa, otro de sus temas favoritos en o pocas películas. Tampoco vale convertirla en inescrutable como el designio de los dioses como plantea el camaleónico e impresentable José Luis Garcí, al que no apreciaría como cineasta ni aunque fuera de mi partido (de serlo pediría su expulsión por sus películas. aunque fuese un modelo de militancia, aunque la verdad es que esos casos no se dan).
Como ciudadano, hubo un cierto John Ford posiblemente cómplice de la peor especie de republicanos que la historia recuerde. Fue aquel tipo despreciable que apoyó a Goldwater, un enemigo del “Welfare State”, un adelantado de Ronald Reagan y casi tan anticomunista como un tío lejano de mi compañera del pueblo de Nules, Valencia, que acusaba a Franco de ¡comunista¡. Este es un Ford miserable, el mismo que apoyó la agresión norteamericana en el Vietnam al igual que lo hicieron antiguos radicales arrepentidos como Dos Passos o John Steinbeck, pero de esta época datan varias sus películas más maduras y de mayores matices críticos. Por ejemplo, Ford jamás habría realizado una película tan plana y discursiva como El Álamo (para la que según dicen, rodo varias escenas), ni desde luego, tan repugnante como Boinas verdes, posiblemente la película más indigna de la historia del cine, más que la nazi, El judío Süss.
Pero no es menos cierto que por la misma época se le recuerda una áspera disputa que Ford mantuvo con Wayne y Ward Bond (¡vaya par de auténticos fascistas¡. Sin embargo, grandes actores), en la que Ford defendió el “New Deal”. Existió un Ford que presentó a los nativos norteamericanos presentados como jinetes oscuros y sanguinarios al mando de un despiadado Gerónimo en La diligencia (1939), en la que el personaje más repulsivo es un banquero que parece de la plantilla del Opus Dei, y los buenos son un fuera de la ley y una “fulana”. Ford nunca se cuestionó el Séptimo de Caballería, pero sí lo hizo con los indios, y nadie podrá negar que Cheyenne Autum (1964), es un canto a su dignidad al tiempo que una feroz denuncia a como fueron tratados. En Fort Apache (1948) sin embargo, hay una defensa de los indios, pero también se ofrece una apología del axioma militarista de “El mando siempre tiene razón”, aunque también aquí caben otras lecturas y no falta quien lo interpreta al revés.
También existió un Ford liberal (“rojo”) fuera de toda duda, el de la trilogía compuesta por Las uvas de la ira (1940), La ruta del tabaco (1941), y ¡Qué verde era mi valle¡ (1941), basada en obras literarias que formaban parte de la cultura de izquierdas y obrerista norteamericana, y aquí incluiría El joven Lincoln (1939). Estamos hablando de películas que denuncian la miseria, que cantan las virtudes y la honestidad del pueblo trabajador, que exaltan la solidaridad, la honestidad sencilla y la antigua libertad que hablaba John Milton, aunque sería demasiado pedir que el autor de El fugitivo (1947), llegará mucho más lejos. Estamos hablando de una obra “abierta”, capaz de ofrecer toda una gama de situaciones y de matices extraordinarios, personalmente entiendo que Centauros del desierto evoca el alma brutal del colonizador y del colonizado, y ofrece materia para vente ensayos; Misión de audaces me pareció que contenía una intensa veta antimilitarista, sobre todo a través del personaje encarnado por William Holden; entendí El sargento negro como un alegato antirracista, y como una visión descarnada de la “buena gente” con prejuicios; lo mismo se podía decir de Dos cabalgan juntos que contiene además una puntada airada de desprecio (expresada por el personaje encarnado por James Stewart, el mismo que se casa con Linda Cristal –claro que- que había sido esposa del jefe indio), contra uno de los señores que quieren recuperar a su hijo raptado por los indios. Igualmente hay una escena en la que Ford muestra todo su desprecio por una suerte de hijastro de Milton Friedman, todo lo quiere arreglar con el dinero…
El hombre que mató a Liberty Valance podría interpretarse como una demostración que una cosa son las leyendas que nos cuentan, y otra muy diferente, la realidad…El soñador rebelde era un homenaje a Sean O´Casey, escritor nacionalista y comunista irlandés del que ya había llevado a la pantalla La Osa y la Estrella Mayor (1936). Nacionalista y comunista también era el autor de El delator (1935), Liam Flaherty…
Reconociendo que nos encontramos delante de un personaje que evolucionó hacia la derecha en su vida privada, también tenemos que reconocer que dicha evolución no se corresponde a la evolución de sus películas, ni tan siquiera El hombre tranquilo puede entenderse en la misma clave. Se ofrece una visión idílica de la vieja Irlanda precapitalista, una Irlanda idealizada en la que un boxeador atormentado por haber matado a su contrincante, trata de conseguir segunda oportunidad.
No hay nada en el cine de Ford que se puede comparar con el caso de David Wark Griffith, el autor de El nacimiento de una nación, pero también de Intolerancia. Tal como decía al principio, en general, su obra se encuadra en una tradición “liberal”, entre otras cosas porque hasta los liberales más avanzados (Richard Brooks por ejemplo), también tuvieron que hacer sus propias genuflexiones ante el poderoso sistema capitalista norteamericano en sus tiempos de apogeo. La obra de John Ford es interpretable, y cuando resulta inequívocamente reaccionaria, sigue siendo valiosa por su genio. También lo es por lo que representa ya que no podremos cambiar el viejo mundo sin entenderlo. En resumidas cuentas: que la vida es mucho más rica que las ideas y las teorías. Que las clasificaciones ideológicas no son iguales en el arte que en la vida cotidiana. Que como nos decía Orwell, a veces nos merece más respeto un reaccionario coherente y con categoría, que alguien que con su carné de alguna izquierda que -demasiadas veces- no cumple lo que promete...

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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