martes, septiembre 24, 2013

Terele Pávez y La caja de música



Ser descendiente directo del “serial killer” franquista más famoso, debe ser un cáliz muy amargo. De otra manera no se explican las declaraciones de Terele Pávez, a la que queríamos tanto desde Los santos inocentes.

Después de pasar diversas declaraciones de Terele sobre su padre, al que presenta como un hombre cariñoso que actuó “cumpliendo órdenes”, entendí que aquí había todo un síndrome y busque un punto de reflexión en una película que me recordaba esta historia. No era, por supuesto, una película española, aquí apenas sí se ha empezado a tomar la medida del gran terror franquista, con título como La voz dormida, de Benito Zambrano, que en los poderosos medios de derecha, tratan de “maniqueos”.
Es una película norteamericana de C. Costa-Gravas, La caja de música (Muslc Box, USA, 1989), deConstantin Consta-Gavras, en la que aparece un personaje, Mike Laszlo, encarnado con tanto acierto por Armin Mue­ller-Stahl, al que se le atribuyen responsabilidades criminales durante la ocupación –consentida por la derecha magiar- por parte del Tercer Reich.
Semejante acusación provoca el rechazo de su propia hija, Ann Talbot (soberbia Jessica Lange), que no concibe que, este hombre, padre amoroso y abuelo ejemplar, hubiera hecho lo que se le atribuía. Ann deberá recorrer un largo y doloroso camino hasta llegar a una evidencia todavía mayor de la prevista por la acusación. Laszlo había sido un genocida, pero eso no fue obstáculo para acabar siendo un “protegido” por los servicios especiales de su país, una escalofriante conexión que queda debidamente perfilada a través de su relación con otro familiar, su tío Harry Talbot (Donald Moffat), ligado con la CIA y demás.
Esta película, aparte de ser una de las mejores de su director, complementa de alguna manera otra anterior, El sendero de la traición (Betrayed, USA, 1988). En ella, una chica del FBI (Debra Winger), acaba enamorándose de un tipo encantador (Tom Bergenger), hasta que descubre que este esconde un repulsivo neonazi. Este contraste es posiblemente más patente si cabe, en la película de Samuel Fuller, Perro blanco (White Dog, USA, 1981), en la que el monstruo que adiestra perros para que mate a cualquier negro que se encuentre, resulta ser un encantado anciano, un señor muy cariñoso con sus nietecitas.
El caso de Ramón Ruiz Alonso, el padre atento y cariñoso de Terele Pávez, resulta singular en el cuadro de sicarios franquistas. Primero, porque se trataba de un diputado de la CEDA, formado en la escuela integrista de Herrera Oria, que en julio de 1936 quiso demostrar que era tan fascista como el primero. Es por ellos que un año más tarde, escribió un libro, Corporativismo, una apología del sistema social jerárquico, verticalista, donde Ramón no se olvida de recordar sus méritos de cara a “la España nacional”. Sin embargo, su participación en el asesinato de García Lorca, por su extraordinaria repercusión internacional (obvia tratándose del mayor poeta de su generación), llegó convertirse en un problema en su propio bando. Un problema para la guerra de la propaganda, de ahí que, cuando el personaje fue enviado a Burgos, para trabajar con el jefe de propaganda de los militares fascistas, Dionisio Ridruejo, este se lo quitó de encima. Por supuesto, no lo hizo por ningún escrúpulo moral, Dionisio ya sabía aquello del Gott mit uns, pero era lo suficientemente ilustrado, como para saber que Ramón podía perjudicar sus actividades goebbelsianas.
Durante la larga posguerra, el asesinato de García Lorca siguió siendo una pesadilla para el régimen. El poeta y dramaturgo era cada vez más reconocido y representado en todo el mundo, y el asunto de su asesinato ayudó para abrir una brecha en la muralla nacional-católica. Las investigaciones se sucedieron, y por más que trataron de impedirlas, llegó finalmente un verdadero sabueso, Ian Gibson, que, cuan hormiguita, fue reuniendo y ampliando los datos. Las obras de Gibson sobre Lorca, se convirtieron en best seller, incluso en la España de Franco. Esto hizo de Ramón Ruiz Alonso, el criminal más famoso de la España de su tiempo. Algo que, bien mirado, no dejaba de resultar “injusto”, al menos desde el punto de vista de las comparaciones. En cualquier rincón se podía encontrar pistolas que le ganaron.
Su problema no era que formara parte de los “escuadrones de la muerte” en Granada, una faena en la que también tomó parte el insigne poeta, Luís Rosales, era que había asesinado a un poeta célebre y celebrado.
Por supuesto, Ramón no tuvo que pagar ni una mísera multa por ello. Tampoco careció de protección, del régimen, obviamente. Hasta las muy prudentes autoridades democráticas trataron de protegerlo. Así, todavía en 1986, el alcalde socialista de Granada rogaba a los expertos reunidos en un congreso sobre Lorca, que por favor, no removieran la historia del crimen, que era mejor olvidar. Durante ese tiempo, Ramón Ruiz Alonso dejó constancia de que representaba bien la cloaca moral que fue la “España nacional”.
Sus reacciones, no tuvieron nada que ver con algo que pudiera recordar un problema de conciencia. Como le era propio, Gibson dejó cumplido testimonio de sus encuentros, de las burdas maniobras del culpable para lavarse las manos, hasta le llegó a responder que él no podía haber matado a García Lorca porque era católico. La risotada debió de llegar hasta el Altísimo, ellos mataron precisamente porque decían que Dios se lo pedía. Al final, Ruiz Alonso acabó siendo el único franquista exiliado. El cerco mediático, el ambiente de repulsa y repugnancia que le acompañaban, le aconsejaron a preparar las maletas y buscar el anonimato, al parecer en los Estados Unidos. Por supuesto, seguro que allí no tuvo problemas por sus antecedentes políticos.
Pero la atrocidad de este hombre, causó también tuvo víctimas colaterales, la de su propia familia. Su caso pasó a ser un episodio nacional. No había conversación sobre sus hijas, las actrices Emma Penella, Elisa Montes y Telere Pávez, sin que alguien dijera, Por cierto, ¿sabéis que son hijas de Ruiz Alonso, el asesino de Lorca…? Era una información generalizada que llegó hasta el último rincón, aunque, por lo general, venía más acompañada por la piedad que por el rencor. A ninguna persona honesta le habría gustado “gozar” de semejante parentesco.
La información obligaba a los que hablaban, a subrayar que los hijos no eran culpables de los delitos de los padres. Se sabía que habían casos de herederos que se vanagloriaban, y de muchos otros que se apuntaban al canon “revisionista” –ahí está el caso de los familiares del gran genocida Queipo de Llano-, o de los que, como la nieticima de Franco, optan por la salida difusa e irónica cuando algún periodista le pregunta con guantes de terciopelo sobre el abuelo dictador. Pero estos no fue lo ocurrió con las hijas de Ruiz Alonso. La tónica dominante de las dos mayores, ha sido el silencio más absoluto. Una manera de decir: bastante desgracia tenemos ya encima. Se hablaba de tres mujeres que han significado muchísimo en el teatro y en el cine, y que habían merecido mejor fortuna. Personalmente, pienso que a Elisa Montes no se le ha valorado lo suficiente en las pocas oportunidades que tuvo de mostrar su gracia y talento.
De Terele, basta con citar su Regula en Los santos inocentes, en la que el personaje que encarnaba con tanta propiedad Juan Diego, un personaje que nos hizo recordar a individuos como su padre. De un señor “que obedecía órdenes”, como si le hubieran obligado a tomar parte en la limpieza de “rojos” de Granada. Aunque todo esto es más que obvio, Terele persiste en su mirada disculpatoria, insistiendo en lo mismo que declaraba a Jesús Quintero en 1993: "El se limitó a cumplir órdenes... era un padre estupendo aunque tenía sus defectos como cualquiera". Lo repite aquí y allá, por ejemplo en el ABC, donde, curiosamente, no la definen por su interpretación de la adaptación de la novela de Miguel Delibes, sino por su papel en una Celestina fílmica, perfectamente olvidable.
Para colmo, toma el camino de en medio y cuenta que ella habla constantemente con García Lorca. Lo hace, no precisamente para pedirle disculpas, si no para rechazar el ruego del poeta para que interprete Bernarda Alba, como sí Federico no tuviera nada mejor que hacer donde está, en la memoria del pueblo con el que mantuvo una relación tan intensa, una relación creativa, inadmisible para aquella “España eterna” que tanto empeño puso en fusilar a los maestros republicanos.
Seguro que, con esta actitud, Terele no querrá ver una película como La caja de música. Recomiendo verla al tiempo que el libro de Ian Gibson sobre Ramón Ruiz Alonso publicado por Aguilar. Y la verdad, es que es para sentirlo por ella, alguien que te puede resultar entrañable. Repito: nadie merece tener un padre así. Pero esta ha sido una de las tragedias colaterales que han vivido, viven y vivirán en lo que hasta ahora ha sido el paraíso de la impunidad. Una impunidad insoportable para cualquier persona honesta y sensible. Una impunidad que sus beneficiarios creían que el tiempo afianzaría todavía más. Pero se equivocaban, no ha sido así, ni lo podía ser. Es demasiada historia, demasiadas víctimas enterradas como perros en las cunetas, en las tapias de los cementerios. Demasiados Martín Villas y Billy el Niño por ahí recompensados. Habrá que ver que dice PRISA de todo esto.
Demasiados Ruiz Alonso que fueron el infierno para un pueblo que, simplemente, aspiraba a una vida más libre y más igualitaria.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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