lunes, septiembre 15, 2014

Relatos Malditos (sobre “Relatos Salvajes” de Damián Szifrón)



Relatos Salvajes pinta un cuadro sociológico y un clima de época de los años kirchneristas en su etapa de decadencia. Es verdad, no se pinta todo el escenario, pero sí, una parte considerable. Es la parte molesta, no explicable, no adaptable al lecho de Procusto en la historia oficial de la década ganada. Es el William Wilson del relato, su lado oscuro: los resultados no queridos, los errores “no forzados” de la batalla cultural. El testimonio pleno de su estrepitoso fracaso. Y los logros del decenio signados apenas en un Kusturica que se escucha y baila en los casamientos de la clase media “pro”. No hay mucho más.
Escenas donde la patria, definitivamente, no es el otro; el otro es el culpable de los padecimientos insufribles de mi propia precariedad y de mi triste existencia. Hechos que se producen cuando se empiezan a percibir los prolegómenos de una nueva crisis y de un final anunciado como poco feliz. Son seis relatos de una parte de la Argentina socialmente precaria y políticamente frustrada.
Para pensar un hecho de cultura que toma la dimensión de Relatos Salvajes, no se puede hacer abstracción de los tiempos políticos en los que se produce, no puede despolitizarse. A pesar de que la política no lo explique de conjunto, porque después de todo, no deja de ser un hecho artístico (con una gran ayuda de la industria cultural).
El relato hartó. Cansó. Agotó a todos y a todas. Estaba faltando alguien que contara su lado salvaje, aquel que no cuenta el optimismo soft y estupidizante de 678 y el que tampoco sabe captar ni relatar Clarín, en su pequeña guerra del bolsillo, con sus “denuncias” torpes, desarticuladas para consumo de su propia secta y clientela lanatista. Se hacía necesario romper a las patadas el escenario, patear el tablero a lo Tarantino. Damián Szifrón lo hizo y el público lo aceptó y compró.
La hiperbolización sobre la que se construyen las historias es un recurso válido para mostrar crudamente los hechos y los territorios sociales que el relato minimiza, disminuye o directamente encubre. Hace poco nos recordaron las sabias palabras de Chesterton: “La exageración es el microscopio de los hechos”. Relatos Salvajes puso la lupa sobre la vida cotidiana de los hijos bastardos del “modelo”, sobre cómo perciben sus identidades y como luchan día a día. Bastardos sin gloria y con odio acumulado. Con hambre de Massa, de Scioli o de Berni. Sed de venganza. O inclusive de Macri, si no fuera porque sus grúas odiosas se llevan el auto, para cumplir con la noble causa de la recaudación.
El precariado y sus fronteras con lo lúmpen y la clase media con progresismo hipócrita o con su descarnado gorilismo son los sujetos de estos Relatos Salvajes. “Malagradecidos” ganadores de la década los segundos, y sobrevivientes sin muchas esperanzas los primeros, tras haber recuperado una ciudadanía débil, sin cambio de DNI ni de ADN social.
Rita Cortese en “Las Ratas” manifiesta el difuso límite entre la vida precaria y la cárcel, y su víctima, ante quien resulta difícil compadecerse con tanta carga de misoginia y aires de gran patrón, es uno de los resultados político-culturales de la vuelta al país “normal”: un postulante al “orden” reclamado cuando la posibilidad de una nueva crisis económica y social se deja ver en el horizonte. Uno de los tantos macris, massas o sciolis a los que les abrió el camino el kirchnerismo, regándolos pacientemente en el jardín de la restauración.
El clima “marteliano” del escenario de batalla entre Sbaraglia y Walter Donado en el norte, y una lucha auténticamente verosímil; confirman que no hay patria con el otro.
Se dijo por ahí que la clase media es el hecho maldito del país peronista. El kirchnerismo apostó a cautivarla eternamente con el consumismo y se creyó su propio “vamos ganando!”. Se engolosinó con el 54% y en menos de dos años se almorzó la cena.
Hizo un pobre derrame a su manera, precario e “inseguro” para esa nueva clase media, precario también para el movimiento obrero y triplemente precario para los precarios. No hay batalla cultural sin sustrato material. Y los únicos “seguros” fueron los que la juntaron con pala. El resto clama por distintas formas de “seguridad”. Y cuando se acercan tiempos de crisis no hay convencimiento ideológico o político de la necesidad del Estado para controlar al mercado. El Estado también me caga la vida, por lo tanto me la agarro con su primer mostrador, me cago en el estado y en los capots de los autos de los ganadores de la década. Y suben en las encuestas Massa, Scioli y Macri: gracias Néstor, fuerza Cristina!. Y de los tres, el kirchnerismo se postula como jefe de campaña del más menemista de todos: Macri (el de las grúas). Qué gane la derecha y nosotros volvemos después de cuatro (o menos) años de sufrimientos o continuar la obra. Doce años no alcanzaron para nuestra guerra prolongada, necesitaríamos veinte o treinta, varias generaciones…
Y después se preguntan de dónde nacen estos monstruos para los que todo ese tiempo es una acumulación de mishiaduras apenas sobre-vivibles y soportables cuando hay viento de cola. Pero que hoy empiezan a sentir los rigores de una nueva crisis cuando creían que podían empezar a despegar. Quedan las construcciones a medio hacer de proyectos frustrados, la vuelta a los fideos con manteca, y una camionada de hijos a la intemperie de la Argentina precaria.
Hay clases que luchan en Relatos Salvajes, pese a que no haya lucha de clases en el sentido estricto. Le faltan sujetos, los fundamentales. O mejor dicho están bajo otras formas y libran la batalla por otros medios, laberínticos. Porque su historia es "disgregada" y discontinua, como lo es siempre en la historia de la sociedad civil. No están en la posición en la que pueden librar una batalla para encauzar el odio hacia los verdaderos responsables que salen ganando de estas guerras de baja intensidad y darle un cauce hacia adelante; sino que tratan de sacarle tajada al patrón cuando ven la oportunidad, desde su individualidad de “jardinero de muchos años” en la casa de los señores en aprietos. Y la energía del cross del “negro resentido” a la mandíbula de Sbaraglia, se desvía sin impactar contra el orden dominante y el estado en su conjunto.
Pero más que por su falta, la película transcendió por lo que le sobra. Por mostrar brutalmente la selva alienante en la que se convierte gran parte de la vida cotidiana de millones de personas bajo este sistema (incluso bajo estos “años felices”), y sólo por ese hecho se convierte en una película necesaria.

Fernando Rosso/Laura Vilches

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