sábado, marzo 28, 2015

Juana de Arco, ¿santa o nacionalista? Seis notas desde el cine



Desde hace bastantes años, cada Primero de Mayo, el Frente Nacional francés que anima el antiguo torturador en Argelia, Jean Le Pen, convoca a sus huestes derechistas y xenófobas

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Desde hace bastantes años, cada Primero de Mayo, el Frente Nacional francés que anima el antiguo torturador en Argelia, Jean Le Pen, convoca a sus huestes derechistas y xenófobas delante del monumento parisino a Juana de Arco con un éxito que ensombrece las convocatorias de un movimiento obrero arruinado. Como suele ocurrir con las tradiciones recurrentes de la derecha, con los mitos fundadores del nacionalismo «esencial» que se pretenden «a prueba de siglos» aunque en realidad no son más que pura leyenda como la de Santiago y cierra España contra los mahometanos o bien resultan deformaciones groseras de su significado primigenio.
Sin embargo, lo cierto es que tradiciones y mitos están recobrando una utilidad en la prédica de esencialismos conservadores, con lo que las viejas querellas históricas vuelven a tener una suma importancia. No es otra cosa lo que concurre en la última Juana de Arco cinematográfica, la de Jacques Rivette, cuyo rigor histórico apunta directamente contra las maniobras falsificadoras de la familia Le Pen. Contra las huestes de la Francia católica y eterna, cuyos campanarios ve ahora sepultado por los minaretes la que hace décadas fue Brigitte Bardot, ahora señora de uno de los animadores del Frente. Una Francia que, como no, el propio papa Wotyla ha tratado de consagrar a través de la figura de Clodoveo, el Recaredo francés.
El cine vuelve a ser también un campo de batalla, de confrontación moral y política alrededor de una vieja historia, que comenzó en el pueblo de Domrémy, el año 1412 y concluyó trágicamente en Ruan, 1431). Juana nunca conoció el de en su corta vida. Era hija de Jacques Darc, un humilde campesino pobre e iletrado, condición que compartió naturalmente ella en un mundo en el que estos carecían de los derechos más elementales, sobre todo si era mujeres. A los 13 años, Juana aseguró que le llegó «una voz de Dios…que me decía dos o tres veces por semana que tenía que irme…y yo liberaría de su asedio a la ciudad de Orleans». Era ya las postrimerías de la Edad Media, y Francia parecía entonces un mundo en guerra, el pueblo llano vivía en permanente tensión, la soldadesca podía asaltar y saquear en cualquier momento. La propia familia de Juan tuvo que huir precipitadamente de su pueblo.
La situación del país era tan agobiante que había surgido, en la fe popular, la profecía de una intervención sobrenatural. Juana creyó que las voces que sentían eran las que sacarían a su pueblo de aquel infierno. Tenía nada más que 17 años cuando se entrevistó con el pusilánime Delfín –la única alternativa mínimamente coherente a Enrique VI de Inglaterra- y le anunció que su misión consistía en hacerle consagrar y coronar rey con el nombre de Carlos VII en la ciudad de Reims, profecía que se convirtió en realidad el 17 de julio de 1429. Nombrada caballero en Poitiers, Juana había conseguido cumplir otra profecía: liberar Orleans en mayo del mismo año. Con el estandarte nacional que, al decir de ella misma, prefería cuarenta veces a la espada…Yo misma llevaba el estandarte cuando atacábamos al enemigo a fin de no matar a nadie. Nunca he matado a nadie. Con estos criterios consiguió sucesivas victorias, logrando lo que ningún Estado Mayor militar anterior jamás había logrado. Esta trayectoria, que asombró y desmoralizó a los ocupantes, concluyó en 1429, cuando la indecisión y mediocridad del monarca facilitó una derrota francesa en París.
Sus intentos por reanudar la ofensiva fracasaron, y en noviembre de 1430 fue hecha prisionera por el partido de los borgoñeses que la vendieron a sus aliados ingleses. Estos no tuvieron dificultades en crear un sórdido tribunal inquisitorial formado por teólogos de la Sorbona para declararla herética, relapsa, apóstata, idólatra. En contra de las mismas reglas de la Santa Inquisición, se le negó el derecho a un abogado, por lo que tuvo que defenderse ella misma !y de qué manera¡, y fue encerrada en una cárcel laica con carceleros masculinos que amenazaban con violarla. Después de un juicio del que quedan las minuciosas actas que sirvieron de base a las inmortales películas de Dreyer y Bresson, Juana fue quemada en la hoguera sin que Carlos VII –en cuya Corte se movía un tal Gillles de Rais, más conocido como Barba Azul, uno de los grandes asesinos de mujeres de la historia, un personaje muy tratado desde el cine– moviera un dedo por salvarla. Juana tenía 19 años, y sus últimas palabras –clamadas a gritos surgidos de entre las llamas- fueron: !Si¡. Mis voces eran de Dios!, no me han decepcionado. Dio su último suspiro tras decir, !Jesús¡.
Luego, ya en 1450, el propio rey promovió un proceso de rehabilitación. Muchos siglos más tarde la Iglesia la beatificaría (1909), y la canonizaría como Santa (1920), canonización sobre la que ironizaría G.B. Shaw al final de su obra sobre ella, cuando su espíritu le pregunta a Dios cuando dejarán de ser necesarios los sacrificios de los santos, y en 1923, la República francesa la proclama patrona de las Galias e instituye un día de fiesta nacional en su honor. La historia y el mito de Juana se convirtieron en un tema recurrente para la literatura, y entre los autores que le dedicaron su especial atención.
Entre los grandes autores que le dedicaron una atención, sobresale, primero el genial poeta vagabundo Francois Villon sobre el que existe un film notable, Si yo fuera rey (If I Were King, USA, 1938), de Frank Lloyd; también Willian Shakespeare hizo una referencia agria sobre ella en su Enrique VI; Voltaire que, en su habitual tono satírico, trata de sustraerla del mito para centrarla en su contexto histórico y en su contenido patriótico por encima de su dimensión mística. Por su parte el escritor romántico alemán, Friedrich von Schiller, le dedicó una célebre obra teatral, La doncella de Orleans (de la que se haría una adaptación a la escena lírica con música de Verdi), donde la erige en símbolo de un conflicto entre el deber y la vocación, por un lado. Por el otro, el amor humano incompatible con su misión divina. El gran historiador romántico Jules Michelet le confirió un profundo sentido histórico y nacionalista de izquierdas, mientras que Anatole France retomó la vena volteriana y anticatólica.

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En sentido opuesto se pronunciaron Charles Peguy y Paul Claudel, quien en un oratorio, Juana de Arco en la hoguera, inspiró una extraña película de Rossellini en el marco de su colaboración con Ingrid Bergman y al músico Arthur Honegger. Sin olvidar la obra de Shaw en cuyo cuarto acto se debate sobre su significado último. En él aparecen el conde de Warwick y el obispo de Beauvais, Cauchon, al que sus propios ciudadanos habían expulsado por “colaboracionista”, discutiendo sobre su herejía, y mientras que el primero la acusa de “nacionalismo”, el segundo asegura que se trata de lo que llama «protestantismo». Al final se ponen de acuerdo, se trata de dos caras de una misma moneda.
Se puede decir que, al margen del significado y origen de las «voces», la vida de Juana fue verdaderamente asombrosa. Recordemos que se trataba de una auténtica campesina –su sueño era regresar con los suyos–, iletrada –tiene que firmar con una cruz–, doncella joven e inexperta, pero rotundamente imbuida en su verdad. La hija del pueblo se convirtió en la artífice de la coronación de un rey de Francia en el que antes nadie creía; un personaje al que el cine representó con los rostros de actores de la talla de José Ferrer y de Richard Widmark. Siempre aparece como una marioneta en mano de los intrigantes de la Corte, frente a los cuales Juana logró operar un giro militar, una gesta que sobre el papel parecía imposible, un giro que, finalmente, culminará con algo recordado como una liberación nacional. G.B. Shaw lo especifica con más claridad que nadie: Juana es evidentemente una nacionalista y también es una creyente a la manera protestante.
También resulta importante anotar que su relación con Dios es personal, sin intermediarios, no se cuestiona la Iglesia militante, pero su Dios está por encima, y sobre todo, le dicta una en la liberación que entra en conflicto con una Iglesia dividida entre los «colaboracionistas» y los que medraban en la corrupta Corte del Delfín. Su actitud ante el «Santo Tribunal» es, por un igual, humilde y desafiante. Se trata por lo tanto de un personaje fuera de todo molde, y su nombre puede evocar cosas diferentes. Legítimamente se puede hablar de ella como una mujer revolucionaria, cuántas veces se le ha llamado a una mujer joven e inconformista: ¿Es que te crees Juana de Arco?. También es una nacionalista muy particular: no tiene nada contra los ingleses, incluso trata de persuadirlos para evitar la guerra, simplemente quiere que se vayan de su país. Para esta misión quiere un buen rey que pacte con el pueblo, y una Iglesia que obedezca a Dios. Sus voces no se pierden en abstracciones místicas, tienen pues un sentido concreto, liberador, popular, humanista.
De ahí también las dificultades para convertirla en un mito reaccionario, y que sea posible encontrar enfoques muy variados, aunque está claro que el ángulo conservador (¿cómo justificar una monarquía coronada por una pobre campesinas sino es reconociendo sus “voces” y por lo tanto su conexión celestial?, ¿como justificar una Iglesia tan implicada con el poder de un lado y otro actuara ante todo en defensa de la razón de Estado?) es, en título y en autores, muy inferior a la tradición liberal y laica, popular, racionalista, feminista y humanista.

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Algo de esta división también opera en el cine donde también Juana ha resultado un personaje bastante frecuentado desde que George Mélies rodó entre Affaire Dreyfus (1899) y Cristo sobre las aguas (1901), la primera versión conocida (1900) que se presentaba al público de esta manera: Una producción espectacular, en doce cuadros. Cerca de 500 personas en escena con magnífico vestuario. Duración de la proyección: alrededor de 15 minutos. Al final del metraje, Juana aparecía al lado de Dios padre mientras que un coro de ángeles tocaban las trompetas con un trucaje que dejó alelado a los espectadores. Este tono sacro lo mantuvieron las siguientes versiones la francesa de Albert Capellán (1909), renombrado autor de una esforzada adaptación de Los miserables, y la italiana de Mario Caserini(1913), especialista en producciones históricas. Un poco más tarde aparece una Juana italiana obra del hoy olvidado poeta y dramaturgo Nino Oxilia que trató de combinar la espectacularidad con cierta espiritualidad, y de la que se recuerda sobre todo la interpretación de Maria Jacobini, una de las estrellas más afamadas del entonces pujante cine italiano.
Pero la versión más famosa de todo el cine mudo fue sin duda, Juana de Arco (1916), el primer pretexto para Cecil B. de Mille para montar una superproducción. Un pretexto porque lo que realmente importaba era el trasfondo de la «Gran Guerra». La película basada en un guión de su compañera y principal colaboradora, Jeanie Macpherson (1884-1946), apuntaba claramente a favor de la participación de los Estados Unidos en la contienda. De ahí que en el epílogo. La película tenía igualmente un prólogo en el que un joven oficial francés (en algunas enciclopedias se dice que inglés) para inyectarle fe de cara a una peligrosa misión frente al enemigo, escena que acabaría suprimida en algunas versiones. El marxista –estrecho- George Saboul resume la película en los términos siguientes: Religión, sex-appel, feudalismo, decorados grandiosos, despliegue de ejércitos, incendios y escenas de amor se combinaron en un gigantesco alegato a favor de la causa aliada y de su heroísmo. Un erotismo un tanto sádico se desprendía del film. El estilo Cecil B. de Mille se mostraba por primera vez en todo su esplendor. Otras fuentes reconocen una buena interpretación a la cantante de ópera Geraldine Farrar que ya había intervenido en varios filmes del autor.
Esta voluntad de utilizar el cine como un púlpito para ofrecer mensajes patrióticos vuelve a darse con el pretexto de Juana en La maravillosa vida de Juana de Arco (La merveilleuse vie de Jeanne d’Arc, 1928), de Marco de Gastyne, un título academicista, frío y retórico, cuyas ínfulas de superproducción no están desprovisto de encanto sulpiciano. Fue interpretada por la desconocida Simone Génevois que entonces tenía la misma edad que Juana (16 años). Lo que cuenta es el grueso subrayado patriótico al convertir la historia de la doncella en un acta de nacimiento divino de la nación francesa. La misma aureola, pero con una intencionalidad nacional muy diferente, sobrevuela sobre Santa Juana de Arco (Das Mädchen Johanna, 1935), una ruidosa producción de sello nazi obra de uno de los cineastas oficialistas del régimen, Gustav Ucicky, en la que el protagonismo de la doncella –Angela Salloker– permanece como secundario frente a la del verdadero protagonista, el Delfín de Francia, curiosamente interpretado por Gustaf Gründgens, el Mephisto de la novela de Heinrich Mann y de la película de István Szabo, que utiliza a Juana en beneficio de la razón de Estado y que la abandona a la Inquisición ya que le resulta más útil como mártir. Se trata evidente de un filme de propaganda en el que se ha dicho que intervino Goebels, el ministro de propaganda, y que no carece de atractivos épicos, aunque los subrayados resultan demasiado groseros y la carpintería grandilocuente y acartonada.

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Seguramente la versión más popular de la segunda postguerra fue la dirigida Victor Fleming (1949,) que prometió hacer «un clásico del cine», pero cerró con un paso atrás una carrera irregular, pero con algunas obras maestras. Dicha popularidad se debe al peso del Hollywood style, a la espectacularidad de su escenas de masas para el que no se regatearon medios ni tampoco infantalismo a la trama, amén del protagonismo de una esforzada Ingrid Bergman que había interpretado con notable éxito la obra teatral de Maxwell Anderson en los escenarios, y se encontraba entonces en su plenitud como star. La Bergman soñaba con hacer una de sus grandes composiciones, pero su Juana carece de las aristas, y desmerece frente al buen hacer del equipo de secundarios con José Ferrer (el Delfín) al frente, más el impresionante Francis L. Sullivan como Couchon, y J. Carroll Naish… Esta lujosa producción RKO Radio ganó dos Oscars, el primero que se otorgó relativo al mejor vestuario en color, el siguiente a la mejor fotografía en color de Joseph Valentine. También fue nominada para la mejor banda sonora en filme dramático, mejor actriz protagonista y mejor actor secundario (José Ferrer), consiguió su objetivo comercial pero la crítica fue más bien dura. El crítico británico Bruce Lockhardt concluyó así la suya: El filme resulta pesado debido al esmero con que sea ha realizado, queda hundido por la pedantería y la erudición de su argumento: cada palabra se ha repensado, cada gesto parece haberse decidido tras largas deliberaciones entre todos aquellos que tenían algo que decir y que objetar, desde el obispo hasta el contable. Sin embargo, este espectáculo cuidado, recurriendo a la terminología de la aviación, no «despega» en ningún momento. Nunca, ni siquiera en el juicio o en la hoguera consigue hacer creíble la historia, responder a la esencia del cine: dar sensación de vida… Si en algún momento emociona, es porque el filme no soslaya ninguno de los aspectos melodramáticos que indudablemente posee la historia bien conocida de la santa (5).
Aparte de esto, se hace notar la existencia de un guión eminentemente teatral, escrito por el propio Anderson con Andrew Solt y el enlace entre la gravedad del texto teatral y el academicismo de Fleming dieron lugar a una película que no encontró asiento en ninguna de sus opciones, ni en la trascendental porque le faltaba rigor y convicción, ni en la del entretenimiento porque resultaba pretensiosa y farragosa (150 minutos que se quedaron en 96 en un último montaje que son los que ofrece la versión en video y la TV).

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Al margen de sus valores parciales, ninguna de estas películas estuvo a la altura de la historia, se limitaron a ofrecer una visión beatífica de un personaje que se resiste a las tentativas del convencionalismo. Esto es algo que no se puede decir de los cuatro títulos siguientes, tres franceses y uno norteamericano, que completan una filmografía que convierten a Juana quizás en el más privilegiado, en cuanto a calidad cinematográfica, de todos los grandes mitos de la historia vistos a través del cine. Y como parece natural, ninguno de ellos consiguió ni el respaldo de las instituciones, ni siquiera un estreno comme il faut entre nosotros. Uno es una de las obras maestras más indiscutibles del llamado séptimo Arte:
La mayor y más inmortal de todas las Juanas fílmicas posibles es, sin lugar a dudas, La pasión de Juana de Arco (La passion et la mort de Jeanne d’Arc, 1927), muy discutida desde el punto de vista historicista. Es una de las grandes obras del mítico cineasta danés Carl Theodor Dreyer que conoció toda clase de percances y de la que nos ha quedado una versión.
En su estreno resultó un gran fracaso. Suscitó protestas en los medios eclesiásticos, y el obispo de París exigió el corte de algunos planos. Durante bastante años se la creyó perdida, y se supuso que el negativo había sido destruido en el incendio de los laboratorios Éclair, en 1937. Afortunadamente en 1952, lo Duca encontró uno en el que faltaba una parte del metraje e realizó una versión sonora con fondo musical con temas de Bach, Albinoni y Sanmartini, Germiniani y Vivaldi, Torelli y la partitura inédita de Scarlati para La Pasión según San Juan bajo la dirección de Jean Vitold. Producida por una filial francesa de la UFA alemana que le da a elegir entre tres figuras históricas femeninas, Catalina de Medicis, Maria Antonieta, y Juana de Arco para la que escribe un guión que comenzó Joseph Delteil basándose en el libro de éste y en los textos del proceso conservados en la Cámara de Diputados de París.
A pesar del fuerte presupuesto de la película –el cine francés vive bajo la aureola del Napoleón de Gance–, Dreyer que acaba de ver El acorazado Potemkin, renuncia a todo espectáculo, y lo reduce a lo más esencial. No incluye como es corriente ninguna instantánea anterior al proceso, toda la trama se concentra en éste en un tiempo inexistente, abstracto, todo en un escenario blanco y desprovisto (obra de decorador alemán Hermann Warm, uno de los responsables de El gabinete del Dr. Galigari- de ornamentos: Sobre todo, nada de rosetones, ni nada de gótico, pidió su autor
Será a través del contraste de los rostros sin maquillajes –gracias a la película pancromática–, de primeros planos que adquieren en la pantalla un aumento de treinta veces, como se manifestará dos mundos opuestos. De un lado está la doncella, Marie Falconetti (1901-1947) que pasará a la historia del cine únicamente por esta interpretación, toda ingenuidad, sencillez, autenticidad, pureza, fe integra en lo que dice, carente de maldad, y en esta farsa de proceso, Juana es abandonada por todos menos por el pueblo humilde que, en el momento de su tormento y muerte, reacciona atacando a sus verdugos, y que será el que obligará a Carlos VII a revisar el proceso, revisión en la que los teólogos reunidos reconocen que las voces que sentía Juana podían tener un origen divino. Del otro, los inquisidores, el maquiavelismo, la prepotencia, la hipocresía, la manipulación de lo que oyen, la venalidad, con la seguridad y la risa que permite el saber que se está al lado de los más poderosos. No son necesarias muchas palabras, lo importante es esta batalla de rostros, la representación de dos maneras opuestas de entender el cristianismo.

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Otro punto y aparte lo conforma la adaptación que Otto Preminger realizó de la obra de G.B. Shaw, Santa Juana (Saint Joan, RU, 1957), partiendo de un guión escrito por Graham Greene y cuyo aspecto más conocido fue el debut de Jean Seberg elegida entre 18.000 candidatas, sin olvidar la peculiar presencia de Richard Widmark como el Delfín. La historia prescinde de escenas de batallas, para indagar en los personajes de una manera que fue considerada como bastante teatral. El film sin embargo ha sido revalorizado con el tiempo, Otto Preminger era un maestro y su propósito era llevar a Juana a su terreno laico, subrayando el sentimiento de resistente nacionalista frente a los aspectos religiosos, obvios en la época. Su descripción de la vida cortesana y de la hipocresía religiosa es lacerante. El film avanza a través de varios flashbacks, muy trabajados por Graham Greene cuyo catolicismo era claramente de izquierdas y heterodoxo. Greene recibió críticas por su guión, en el que responsabilizaba de la condena a los jueces implicados en el proceso, en vez de a la Iglesia en general, como hacía Shaw en su obra. Ulteriormente, la historia de Juana de Orleáns siguió inspirando adaptaciones para la pantalla, así como serie de televisión…
Sin embargo, desde el punto de vista histórico y cinematográfico hay un antes y un después con la versión de Jacques Rivette de 1994, sin duda la más ambiciosa de todas. Esta dividido en dos partes, Las batallas y Las prisiones, y permanece inédita en nuestros cines, tampoco me consta ningún ase televisivo, su edición en DVD está al parecer descatalogada. La historia es conocida:
Edad Media. Guerra de los Cien Años (siglos XIV y XV)…
Se trata pues de una historia muy conocida sobre la cual se da una guerras de interpretaciones que van desde la integrista católica –fue reivindicada por la Francia de Vichy-, pero también por la cultura nacional-popular e incluso feminista. Plantea pues muchos debates, discusiones y encuentros con la ayuda de la documentación y también del cine que ha producido una Juana de Arco para casi cada generación.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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