lunes, septiembre 07, 2015

Siqueiros, el muralista que trató de asesinar a Trotsky



David Alfaro Siqueiros (Chihuahua, 1898 – Cuernavaca, 1974) fue el más célebre muralista mexicano junto a Diego Rivera y José Clemente Orozco. Los tres participaron en la creación del Partido Comunista mexicano con la ayuda del militante e historiador norteamericano Bertram Wolfe 1/

Tributaria de la estética expresionista y la retórica declamatoria que le exigía su radicalismo político, su pintura aunó la tradición popular mexicana con las preocupaciones del surrealismo y el expresionismo europeos. En 1914, con apenas dieciséis años, David se alistó en el ejército constitucionalista para luchar por la Revolución, una experiencia que le llevaría a descubrir “las masas trabajadoras, los obreros, campesinos, artesanos y los indígenas… (y sobre todo), las enormes tradiciones culturales de nuestro país, particularmente en lo que se refiere a las extraordinarias civilizaciones precolombinas.” Pero si importante fue la influencia de este hallazgo en años clave para su formación, no lo fue menos la huella que dejaron en él los tres años que pasó en Europa, hacia donde partió en 1919. La suma de ambas experiencias determinó por igual su pensamiento artístico, que cristalizó en el manifiesto que publicó en Barcelona en la revista Vida Americana en mayo de 1921, coincidiendo con los primeros encargos de Vasconcelos. Su afiliación al Partido Comunista de México, su decisiva participación en la fundación del Sindicato de artistas y de su periódico (El Machete), junto a la creciente oposición a la política oficial manifestada a través de sus artículos, hicieron que dejara de recibir encargos a partir de 1924 y que, al año siguiente, decidiera dedicarse casi exclusivamente al activismo militante.
Su pasión fue tal que reiniciaría su trayectoria artística en los años treinta, pero fue la militancia ideológica la que determinó el rumbo de su vida. En 1930, tras pasar varios meses en la cárcel por su participación en la manifestación del 1 de mayo, Siqueiros fue mandado al exilio interior en Taxco. En 1936 volvió a luchar, esta vez en la guerra civil española, como miembro del PCE y al lado del ejército republicano; cree que la revolución no es más que una línea de sabotaje…
De 1940 a 1944 estuvo desterrado en Chile por su participación en una primera y gangsteril tentativa de asesinato de León Trotsky al que sin duda admiró al inicio de su militancia. Es evidente que el estalinismo desarrolló en David la dimensión más fanática y oscurantistas, sus argumento son los propios de alguien que quiere creer en la URSS y que veía a Stalin como un “hombre providencial”. Los lectores lo recordaran con el rostro de un galán como Antonio Banderas en la película sobre Frida con Salma Hayek, lo que resulta de lo más benevolente, como sí su fanatismo fuese simplemente el error de alguien de buena fe..
Siqueiros no se arrepintió nunca de haber ametrallado la habitación en la que, además de Trotsky se encontraba Natalia Sedova y su nieto, Esteban Volkow, y sí hubo debate en los medios afines fue por la extrema torpeza del intento en el que, por cierto, participaron algunos componentes españoles del V Regimiento.
Años más tarde escribió unas memorias, Me llamaban el coronelazo (1977, Grijalbo, México, en las que en ningún momento se cuestiona su actuación como fanático estalinista. Hay un capítulo dedicado a justifica su tentativa de acribillar a Trotsky –más a su mujer y a su nieto-, Siqueiros habla de un mitin en el que Pasionaria dejó de mencionar a México entre los países que ayudaba a la República, y la razón no era otra que el gesto de Cárdenas de darle asilo a Trotsky. Detalla que Margarita Nelken le cogió por un brazo para decirle, “Siqueiros, ¡qué ignominia¡”. Dice también que el PCE comprendió bien eso y se desarrolló una intensa publicidad sobre el problema”. Aquí aparece el POUM, al que define como “el partido trotskista de españa, que respondía a la dirección internacional de la cuarta internacional con cuartel general en México, precisamente en casa de Trotsky, donde se celebraban congresos internacionales, y todo esto produjo una sublevación en la extrema retaguardia del Ejército Republicano de Cataluña…
El testimonio personal que sigue está incluido en mi libro Un ramo de rosas rojas y una foto. Variaciones sobre el proceso del POUM (Ed. Laertes, Barcelona, 2009). En su libro, Siqueiros culpa al POUM de haber “producido una sublevación de Barcelona con el tremendo el tremendo saldo de más de cinco mil muertos” (1977; 359-361), sin necesidad de la menor prueba, de la más mínima constatación. No menos terrible es esta historia, lo que nos permite medir el alcance de su parte más oscura lo encontramos en la historia que el mismo cuenta sobre el asesinato de un muchacho del POUM, y que cito textualmente
“Esperando el momento en que nos llamaran a la mesa, hablaba yo con el coronel Gómez y algunos de sus oficiales de Estado Mayor, cuando entró un piquete de muchachos conduciendo a un soldado joven, 25 años aproximadamente de actitud altanera, que venía acusado de estar haciendo propaganda derrotista entre las tropas, con los argumentos característicos del POUM (Partido Obrero de Unidad Marxista), esto es, del grupo trotskista de España. El coronel lo recibió con las siguientes palabras: “Ya es la tercera vez que se te agarra in fraganti diciendo que nuestra guerra ha sido ya perdida para nosotros y que es criminal seguir derramando sangre. Tu discurso está favoreciendo al enemigo, y como ya eres un reincidente en tal actitud traidora, esta misma noche te voy a matar. Que te lleven a la cocina, que te den bien de cenar y hoy, yo, mi compatriota el teniente coronel Siqueiros y los oficiales de mi Estado Mayor, haremos lo mismo que tú, al mismo tiempo, y después te voy a matar”.
El muchacho no dio la impresión de inquietarse por tal amenaza, no obstante que ésta era pronunciada en tono por demás categórico. Cenamos tranquilamente, intercambiamos historietas coloradas, decimos en México, verdes dicen en España, de origen mexicano y de origen español nos reímos de sus variaciones, que indudablemente tienen relación con nuestras respectivas geografías y zoologías; tomando aspecto serio, hablamos de lo que significaba la victoria de la democracia española para México, en particular y para la América Latina en general, etc. Ya para terminar, el coronel Juan B. Gómez, dirigiéndose a mí, me dijo: “Mi teniente coronel Siqueiros, después de que tomemos el café y el pavoroso coñac de la intendencia, ¿me acompañará usted a matar a ese muchacho trotskista? Sonriendo, le contesté: “Mi coronel, sus órdenes son leyes para mí”. Mientras, vi dibujarse en la cara de todos los oficiales españoles que con nosotros habían cenado, una pequeña sonrisa forzada.
Terminado el café y el coñac, Juan B. Gómez, lentamente, como era su costumbre, se levantó, colocando metódicamente un pie detrás del otro, mientras avanzaba como un oso, dado su gran corpachón, se encaminó seguido por mí y nuestros respectivos comisarios de brigada, hacia la cocina, donde se encontraba el muchacho referido. Ya en la cocina, acercándose a él, le preguntó: “¿Te dieron bien de cenar?” El muchacho contestó: “Sí, mi coronel”. “Pues me alegro —le dijo Juan B. Gómez— porque en este momento te vas a venir con nosotros para que te mate.” Después, dirigiéndose a mí, me interrogó: “¿Le parece bien, mi teniente coronel, que nos vayamos en su coche, que a primera vista parece tener mayor capacidad?” “Bien, mi coronel.” El coronel Juan B. Gómez se colocó a la izquierda de la parte de atrás, el detenido al centro y yo a la derecha. Adelante, mi chofer y mi comisario, un valenciano ya viejo, de nombre Castañer.
“Vámonos”, dijo el jefe. Y emprendimos la marcha. Nuestro coche se encaminaba obviamente hacia la Granja de Torre Hermosa, donde se estaban efectuando en ese momento operaciones de exploración.
En el coche había un silencio absoluto. Y como nos estábamos acercando a la línea de fuego, los faros de nuestro coche, adecuadamente velados, apenas iluminaban la carretera; además, había que apagarlos totalmente de vez en cuando. En esas condiciones, cuando nos acercábamos a un cruce, el coronel Juan B. Gómez rompió el silencio, diciéndole al chofer: “Al pasar por el cruce con el pueblo del Toboso, detente y hazle la contraseña a la ambulancia que está situada en las proximidades de ese cruce, con objeto de que nos siga para recoger el cadáver de este muchacho”. Según lo indicado, el chofer se detuvo en el cruce, hizo la seña ordenada con la bocina, pocos minutos después se acercaba la ambulancia y cuando el oficial médico estuvo al lado de la ventanilla del coronel Gómez, éste le dijo: “Síganos, para que recoja el cadáver de este muchacho”.
No obstante la oscuridad del interior del automóvil, pude oír por primera vez una tos nerviosa en el prisionero. Poco después, ya enfilando hacia la Granja de Torre Hermosa, advertí en la mano del muchacho un anillo y un ligero movimiento de los dedos. Dentro del más absoluto silencio caminamos durante unos veinte minutos, me imagino, cuando la voz de Juan B. Gómez, dijo: “Deténgase”, a la vez que éste bajaba lentamente por el lado izquierdo. El muchacho, que había quedado en el centro, con la voz ya en extremo apagada, me preguntó: “Y yo también me bajo, mi teniente coronel?” A lo que yo, ya bastante imbuido por el ambiente que había creado Juan B. Gómez, le respondí: “Pues, yo creo que sí, es a ti a quien van a matar”. El muchacho permaneció inmóvil en el asiento unos segundos, pero después, repentinamente, como quien hace un esfuerzo sobrehumano, se levantó y rápidamente salió por el lado izquierdo, a la vez que yo abría la portezuela para hacerlo por el lado derecho. En ese mismo momento se oyó un disparo y un cuerpo que se azotaba en el suelo. Al acercarme al lugar exacto del hecho, dando la vuelta por detrás del coche, vi que la sentencia de muerte dictada por Juan B. Gómez había sido aplicada en efecto y por él en persona. En la luz azul imperceptible de la noche, vi la cara lívida del muchacho, pensé que quizás un disparo no había sido suficiente y que éste podría estar agonizando. Saqué a mi vez mi pistola y disparé toda la carga sobre la cabeza del caído.
Aunque no podía yo ver las caras del chofer y de mi comisario, sentía yo una especie de calor que me decía que éstos se encontraban positivamente aterrorizados. Y la nerviosidad del chofer se manifestó cuando al darle vuelta rápidamente al automóvil para regresar a Valsequillo, calculando mal la curva, se montó sobre el pretil de la cuneta y después dando un salto crispante, atropelló al cadáver del muchacho.
Ni una sola palabra pronunció ninguno de nosotros regresando a Valsequillo. En el largo patio de la casa donde estaba el cuartel general, el patio próximo a la cocina, donde nosotros habíamos abordado el vehículo para trasladar al muchacho, todo correspondiente a la única casa que no había sido destruida por la artillería y la aviación, porque el pueblo había sido totalmente barrido, nos esperaban todos los oficiales del Estado Mayor de la 92 brigada y el personal de la Intendencia. ¿Regresaríamos sin el muchacho? ¿La orden del coronel Juan B. Gómez se había cumplido? En España eran típicos los llamados “paseos”, esto es, el conducir a la víctima a los lugares solitarios de una carretera para liquidarlos en aquel lugar. Pero lo que los mexicanos habían hecho en este caso estaba rodeado de todo un aparato extraño, de una frialdad metódica, que ellos, extrovertidos por naturaleza, no percibían muy bien. Cuando nos vieron bajar del coche sin el muchacho, indudablemente corrió en todo el grupo un sentimiento de disgusto; no obstante que su ideología, su profunda fe en la justicia de la lucha del Ejército Republicano era evidente, en su molestia había sin duda algo de patriotismo. Dos mexicanos habían matado calculadamente a un español (…) Nuestro carácter de extranjeros en servicio voluntario a la República Española durante la guerra hizo que solamente se le hiciera a Juan B. Gómez motivo de una fuerte amonestación (1977; 333-336).
Los otros muralistas apoyaron a Trotsky, Orozco desde la distancia y después de una extraña entrevista en la que Trotsky creyó ver la huella de un Dostoievski, Diego Rivera en los años decisivos hasta casi el final, luego cambió de chaqueta sobre unas premisas que jamás explicó. Según contaba Hugo González Moscoso, allá por 1953, durante la revolución boliviana, fue entrevistado por jóvenes estudiantes trotskistas y les habló de Trotsky como si todo hubiera seguido igual que cuando firmó el Manifiesto por un arte revolucionario e independiente con André Breton y el propio Trotsky.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

1/ Me remito a mi artículo Bertram D. Wolfe, un amigo norteamericano del POUM. www.fundanin.org/gutierrez29.htm. Para mayor abundamiento sobre esta época se puede consultar el capítulo que le de Paco Ignacio Taibo II , Arcángeles – Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (Traficantes de sueños, 1998),

No hay comentarios.: