domingo, enero 31, 2016

Churchill, Inda y el franquismo



Hace unos cuantos el comisario en los debates de la Sexta, Eduardo Inda –todo sea por el mercado-, perpetró una de sus habituales oficias al atribuirle a Churchill la celebérrima frase de Voltaire, “Yo no estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero me pelearía para que usted pudiera decirlo”. Pero a mi juicio, la pifia no sería más que una prueba de ignorancia, siendo mucho más grave el atribuirla a alguien como Wiston Churchill que se peló por hacer callar a todos los que molestaban los intereses de su clase y del Imperio británico. No se trata aquí de discutir sus méritos cuando se trató de defender esto, sobre todo cuando tuvo que hacerlo contra los nazis a los que hasta poco tiempo antes había aplaudido. Lo tuvo sobre todo porque supo mandar a los infiernos la política de “apaciguamiento” que tan beneficiosa resultó para Hitler, y también para Franco. Pero esta cara no puede ocultar otra ya que, situado en este mismo ángulo de sus intereses, Churchill fue el mejor amigo de Franco, el más influyente de los políticos británicos, no solamente para llevar a cabo la llamada política de “no intervención” sino también para mitigar las reticencias de los Estados Unidos a la hora de pactar con el régimen franquista.
Un pequeño detalle que dudo que Inda ignore. Es más, dudo que le desagrade.
Según narra el historiador inglés Richard Wigg en su libro Churchill y Franco: la política británica de apaciguamiento y la supervivencia del régimen (Madrid, Ed. Debate, 2005), el estadista británico Winston Churchill fue un gran líder para Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial, pero “no fue amigo de España” en ese período por no haberse opuesto al general Franco, o dicho de otra manera: fue amigo de la España de Franco. Según Wigg “aunque el agotamiento del pueblo español, la represión del régimen, la ayuda de Alemania e Italia y la habilidad de Franco permitieron al dictador mantenerse en el poder, yo creo que hubo otro factor que facilitó la permanencia de Franco: la actitud de Churchill”.
Para el historiador británico, la tolerancia de Churchill hacia Franco en el período 1940-1942 era “justificable por la marcha de la Guerra Mundial’, pero entre 1943 y 1945 no es explicable, puesto que ‘el primer ministro británico desoyó los consejos de su Ministerio de Exteriores, de los jefes de las fuerzas armadas y frustró además una colaboración con Estados Unidos de Roosevelt para presionar al régimen de Franco”.
Sin embargo, cuando Churchill estaba en una condiciones inmejorables para presionar a Franco, “optó -recuerda Wigg- por una política de apaciguamiento, que además resultó en vano, porque entonces Franco ya había optado por acercarse a EE UU”. Una de las novedades que aporta el libro sobre Churchill y Franco, resulta ser una carta secreta del general Antonio Aranda, adversario político de Franco, enviada a Churchill en octubre de 1944 y recientemente desclasificada por los Archivos Nacionales británicos. En la carta, “(el general monárquico) Aranda no llega a pedir una intervención, pero sí que Gran Bretaña deje de apoyar a la dictadura y comenta significativamente que ‘sólo pedimos que no sostengan en España lo que rechazarían indignados en el Reino Unido”.
En su misiva secreta el general Aranda es especialmente duro con Franco, de quien dice “carece de argumentos para defender su continuación, y por eso recurre al dilema “o Franco o el comunismo”. En ella asegura Aranda que “la opinión nacional es absolutamente antifalangista en un 95% y el Partido es tan sólo una pobre creación artificiosa y servil de un dictador, hoy ya en plena descomposición”. El demócrata Churchill hizo caso omiso además de la opinión de su embajador en Madrid, Samuel Hoare, diplomático en España entre 1940 y 1944, con un historial en el que consta además como ex ministro de Exteriores y del Interior en los gobiernos de Chamberlain antes de 1939 y rival del primer ministro en el partido conservador, un partido que sigue –históricamente- fuera de toda sospecha.
Wigg cuenta también que en una entrevista que mantuvieron Hoare y Franco, el embajador echó en cara al español la represión del régimen franquista, que veía como “un obstáculo para la entrada de España en la Sociedad de Naciones”, sin embargo, en una carta posterior de Churchill a Franco, “en ningún momento el estadista británico apoyó la posición de Hoare”, precisa Wigg quien de esta manera, contradice la actual “leyenda dorada” sobre el estadista británico, parte inequívoca del peso que ha alcanzado el pensamiento neoliberal en nuestra sociedad. Uno de los máximos exponentes de esta “leyenda” es la monumental biografía que le dedicó el “new-labor” Roy Jenkins (Churchill, Barcelona, Península, 2002), en la que las referencias a su relación con Franco y el Franco quedan reducidas a tres pequeñas alusiones, lo cual no fue obstáculo para que las recensiones efectuadas desde El País, el diario independiente “de izquierdas” (Walter Oppenheimer, El mejor primer ministro, 24-XI- 02; Antonio Elorza, Un hombre para la guerra, 30-XI-02) se limitaran a glosar sus bondades a lo largo de una página entera, sin ver la necesidad de realizar la menor reflexión sobre este aspecto de su biografía. No hay que decir que los demás diarios hicieron lo propio.
La referencia a Churchill en la voluminosa recopilación de Edward Malefakis, La guerra civil española (Madrid, Taurus, 2006), edición ampliada del “coleccionable que le dedicó según sus propias medidas de la equidistancia “El País” a la guerra en 1986 (año cumbre de la política de olvido), queda limitada a una única página, aunque eso sí, sobradamente significativa. Se trata de la página 223, que corresponde al apartado firmado por Ángel Viñas, Intervención y no intervención extranjera. En ella se cuenta que Churchill se negó a darle la mano al embajador republicano Pablo Azcárate, y tras volverle la espalda se alejó murmurando imitando a su muy odiado Gandhi: “Sangre, sangre…”. De los cada vez más numerosos estudios que se han dedicado al tema que abarca por ejemplo, Jean-François Berdha, con el título de La democracia asesinada, y con el subtítulo de La República española y las grandes potencias, 1931-1939 (Barcelona, Crítica, 2002), todos coinciden en una diagnóstico que bien podría resumirse en aquella famosa frase de “Ni quito n pongo rey, pero sirvo a mi señor”, y que podía traducirse en lo términos siguientes: en relación al territorio español, Franco protegía mejor sus intereses, mientras que en relación a su dimensión internacional, dichas potencias siguieron prefiriendo Hitler al comunismo hasta que empezaron los bombardeos de Londres.
En la presentación de su libro, Wigg señaló que “la monárquica Gran Bretaña no se decidió por la opción de Don Juan de Borbón, porque en su actuación durante la Segunda Guerra Mundial no dejó claro si se presentaba como alternativa o si estaba dispuesto a llegar al trono de la mano de Franco”. Por lo demás, añade: “nunca Churchill mostró arrepentimiento por haber apoyado a Franco, e incluso después de abandonar el gobierno, criticó desde la oposición a los gobiernos laboristas cuando criticaban al régimen franquista’.
Y a la pregunta “¿Cómo pudo superar el régimen de Franco la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial? ¿Cuáles fueron las relaciones diplomáticas entre Franco y Churchill? ¿Ayudó la democrática Gran Bretaña a la consolidación de la dictadura militar en España?”, la respuesta es que sí. Es más, ni tan siquiera trabajaron para atenuar la represión fascista como sí hicieron en otros países donde la derecha ganó una guerra civil como Finlandia o Grecia. Richard Wigg también examina las relaciones diplomáticas y económicas entre España y Gran Bretaña y explica cómo la política de apaciguamiento seguida personalmente por Churchill hacia Franco ayudó significativamente a la supervivencia del Régimen al final de la Segunda Guerra Mundial. Después de analizar con detalle tanto la documentación existente como la desclasificada por el Foreign Office en 2005, Wigg reconstruye la relación entre el dictador y el primer ministro británico, la implicación de ambas embajadas en la normalización de las relaciones y, sobre todo, los intereses económicos y políticos que subyacían a esta extraña complicidad. Repleto de datos poco conocidos –como la carta secreta del general Aranda a Churchill pidiéndole que se distanciara del régimen– así como de la actuación de personajes como Samuel Hoare, embajador en España, o el Duque de Alba, representante ante Gran Bretaña, este libro ofrece la posibilidad de conocer con detalle una etapa crucial de la historia europea, y de la intrahistoria del franquismo.
Wigg ilustra de cuatro cosas a tener muy en cuenta:
1) el total irrealismo de la política “realista” de “aplazar” la revolución para no “asustar” a las potencias occidentales,
2) sobre cómo los mismos que propiciaron la farsa de la no-intervención dieron su apoyo a la continuidad del franquismo después de la victoria contra el eje;
3) de cómo en la división sobre los “buenos” y los “malos” de su tiempo, a Churchll le han otorgado erróneamente el papel del primero entre los primeros;
4) y finalmente, pero no por ello menos importante, sobre como nuestros historiadores de la izquierda oficialista no entran en este terreno porque, de hacerlo, se desvelaría el tremendo error de esperar cualquier cosa de dichas potencias que no fuese anteponer sus propios intereses a cualquier otra consideración democrática y humanista que para eso, ya tienen a los periodistas e historiadores como Edward Malefakis.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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