lunes, agosto 28, 2017

Dijimos “Nunca más”



En 1977 desapareció Guillermo Boitano. Lo secuestraron de su casa, arrastrándolo y con una sola pantufla. Mi vieja me contó que la mamá de Guille estaba preocupada porque su hijo estaba con un dolor de muelas tremendo. Jamás lo volvió a ver. Ayer leí una entrevista a la mamá de Santiago Maldonado. "Me preocupa que esté bien. Que coma bien", dijo. En 1977 era un dolor de muelas; en el 2017, que coma bien. ¿No habíamos dicho “Nunca más”?

Soy una militante tardía. Fui a un colegio privado, católico y sólo de mujeres en el barrio porteño de Almagro. Por aquellos años lo que recuerdo es un sentimiento antimilitarista por cierta historia familiar. Me acuerdo que en 5º año, en el acto de fin de curso, hubo una banda militar. Tengo presente mi enojo y estar de brazos cruzados, pero no mucho más. Aunque empezaba cierto cuestionamiento, sobre todo a través de la música. De hecho, mi padrino me regaló para ese fin de ciclo un CD de Silvio Rodríguez. Por algún lugar, incluso así de pequeño, siempre se tiene que empezar.
Mis recuerdos son borrosos. Tengo mala memoria para los años, no así para algunas historias que nos marcan. Mi familia materna vivió en Vicente López, en la provincia de Buenos Aires. De Florida, un barrio de esa localidad, se llevaron una noche a Guillermo Boitano. Era 1977, un año antes había empezado la última dictadura cívico militar. Mi vieja me contó que la mamá de Guillermo estaba preocupada por dos cosas: porque se lo habían llevado con una sola pantufla y porque tenía un dolor de muela muy fuerte. Guillermo es uno de los 30.000 detenidos desaparecidos. Nunca se supo más nada de él. Me acuerdo que escribí un intento de literatura muy espantoso que intentaba relatar esta historia y que había titulado “Semejante dolor”. También me acuerdo que un escritor argentino a quien yo admiraba mucho lo leyó y me dijo algo así como que en esos detalles pequeños se decía más que en mil proclamas. Y quizás tuviese razón. Hace poco se me heló la sangre cuando escuché que una madre le pagaba aún hoy la cuota del club a su hijo por si algún día aparecía.
En diciembre de 2001, yo ya tenía 21 años. Había tenido un breve paso por la UBA pero estaba terminando Periodismo en un terciario. Viví largas caminatas desde mi barrio porteño hasta Congreso o Plaza de Mayo. Era una pequeña ilusa también. Creía que todo era fácil. Que casi íbamos a “tomar el poder” en un abrir y cerrar de ojos. Me comí unos cuantos gases, corrí mucho y me refugiaba en un centro cultural donde vivía mi tía. Tuve mis primeros muertos, por así decir. Dolieron, por supuesto, pero me faltaba mucha formación, “mucha calle”, mucho crecimiento político. No supe dimensionar esas casi 40 muertes.
En el 2002, con los asesinatos de Darío y Maxi, entendí mucho más de cerca el papel del Estado, de las fuerzas represivas y de la complicidad de una buena parte de la sociedad. También el peso de los medios hegemónicos, con sus notas sobre esas “peligrosas mochilas” que llevaban los piqueteros.
Me acuerdo que lloraba mucho. Me acuerdo también que mi vieja le contó a un amigo y que él le dijo: “Le faltan tantos muertos”. Y tenía razón.
Mi diploma de “periodista” quedó tal cual me lo dieron. Enrollado con una cintita argentina. Está guardado en un armario. Nunca busqué trabajo de periodista. El fin de mi carrera se superpuso con ese 2001/2002. Se superpuso con los muertos. Se superpuso con ese sentimiento antimilitarista y mis primeros pasos -de manera independiente- en la militancia. Sabía, aún hoy lo sé, que no quiero trabajar en “grandes” medios.
Un par de años después empecé a militar en comunicación popular y alternativa. Ese periodismo sí era donde quería volcar todo lo que había aprendido del oficio. Conocí nombres que nunca había escuchado, como el de Agustín Ramírez o el de Norberto Salto, empecé a saber con mucha más certeza qué era el sindicalismo combativo o el gatillo fácil, cuáles eran las luchas de los pueblos originarios, de los MTD, de las organizaciones territoriales. Empecé a conocer otros organismos de DDHH, además de Madres y Abuelas. Escuché la palabra femicidio por primera vez de una compañera. Los sábados a la mañana empezaron a ser distintos. Y valió la pena. Valió la pena conocer a muchísimos compañeros y compañeras. Valió la pena cada una de las etapas, incluso en las que me alejé. La militancia no es tarea sencilla, a veces agota, a veces enoja, a veces entristece. Pero también crecí, aprendí que ningún cambio social se da de un día para el otro, que a veces nos íbamos a equivocar, que tenía que ser paciente y dar la pelea día a día. Que tenía que aportar desde donde más sé: dando voz y difundiendo historias que los medios hegemónicos -grandes responsables del lavado de cerebro- no iban a poner jamás en sus portadas.
Nosotros y nosotras hablamos de Julio López, de Luciano Arruga, de Marita Verón. También de Facundo Rivera Alegre y de Daniel Solano, entre tantos. Cada desaparición, cada asesinato, formó parte de nuestra tarea cotidiana. Incluso -y por supuesto- si sucedía en otro país, como los asesinados y los 43 desaparecidos en Ayotzinapa, México. No digo esto con ánimo de reconocimiento ni de pelea. Ojalá que con cada desaparición o asesinato seamos siempre más. Ojalá que quienes no se levantaron por Julio López lo hagan hoy por Santiago Maldonado. No hay cambio posible si cada día no se despierta una conciencia. Si cada día no damos batalla al sentido común. Si cada día no explicamos que dijimos “Nunca Más”, que no es solo una frase. Es una exigencia.
Hoy, Santiago, gritamos por vos. Gritamos lo mismo que gritamos por Julio: “Aparición con vida y castigo a los culpables”. Volvemos a hablar de desapariciones forzadas y de un Estado responsable. 26 días. 26 días en que los medios hegemónicos y los que nos gobiernan te quisieron hacer creer que el artesano -como lo llaman despectivamente- estaba en Entre Ríos, o en Mendoza, o en Chile, o en la Conchinchina. 26 días plagados de pistas falsas, como el cuerpo en el arroyo Las Minas. 26 días hablando de los supuestos “terroristas mapuches” y no de la responsabilidad de la Gendarmería. 26 días acusando a todos los barbudos de ser el “extraviado Maldonado”. 26 días escuchando decir barbaridades y mentiras a Patricia Bullrich y a sus cómplices, empezando por afirmar que Pablo Noceti estaba de paso en Chubut. 26 días en desprotección de testigos; en callar los nombres de los responsables de la desaparición de Santiago, pero sin problema en nombrar a Ariel Garzi. 26 días ninguneando a la familia, a los organismos de DDHH, a todos y todas los que queremos saber qué pasó con Santiago.
Veo tu boina, Santiago, y pienso en las pantuflas de Guillermo. No me da miedo decirlo y que suene a “qué pavada”. No me da miedo hacer hincapié en pequeños detalles. No me da miedo decir que lloré cuando tu mamá se preguntó si estarías comiendo bien. Todo eso también es exigir tu aparición.
Hace unos cuantos años me encontré por pura casualidad con quien fue mi primer novio. Me preguntó en qué andaba. Y por supuesto le dije un par de idioteces, de esas que decimos cuando no importa la respuesta. Yo no podía decirle que estaba yendo a encontrarme con mis compañeros y compañeras para buscar el boletín que habíamos preparado para un 26 de junio. Existe un abismo insalvable entre dos personas cuando una siente un vacío por dos asesinatos y la otra no. Cuando una se conmueve por un Darío y un Maxi y putea por los niveles de impunidad que tienen los verdugos y el otro no sabe quién es Fanchiotti o por qué exigimos aún hoy cárcel a Duhalde.
Los nombres pueden cambiar. Hoy puedo decir Gendarmería y Bullrich y el reclamo es el mismo: dijimos “Nunca más”, luchamos por el “Nunca más”.
Juan Gelman escribió: “De lo que no me olvido es de su barco navegando hacia el sur / de su manita llena de astros golpeando contra la furia del mundo”. Sigamos golpeando. La furia del mundo no borra los nombres de nuestros muertos.

Luciana Fernández | ANRed.

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