sábado, agosto 26, 2017

El asesinato de Trotsky de Julián Gorkin



Un antiguo militante obrero del PSUC me contaba que una de sus primeras acciones como parte de una célula de este partido en el ramo de la construcción fue comprar un libro titulado Los crímenes de Stalin escrito por León Tolstói (sic) y quemarlo en la reunión. El propio Gregorio López Raimundo me confirmó otra variante del mismo tema allá por la misma época: se comenzó a hablar de los “trotskistas” y uno de los componentes de una reunión del comité que comandaba la formación, se brindó a “matarlos” sí era necesario. Afortunadamente Gregorio ya no estaba por esas cosas. Creo que ambas anécdotas –refrendadas por cosas que se podía escuchar en las fábricas y en los círculos clandestinos comunistas- son bastante representativas del estado de opinión que se daba en relación a la figura de Trotsky en el que ya era el Partido, el más importante sin la más mínima duda, de los que trataban de hacerse un espacio en las catacumbas.
Era la época más dura de la “guerra fría cultural” en la que numerosos ex comunistas y sobre todo ex trotskistas -categoría entre la que alguien como Eduardo Haro Teglen incluía sin titubear al POUM (lo hizo hasta el final de su vida)- se situaban en el bando del mundo libre, el mismo que aquí apoyaba descaradamente a la dictadura franquista mientras que la URSS seguía siendo una referencia lejana bastante idealizada, sobre todo entre el personal que estaba convencido de que esta había sido la única potencia que “no había traicionado a la República”… Un tiempo en el que desde el propio régimen se permitía editar clásicos antiestalinistas como el propio Trotsky, amén de obras como “El caso Tulayev”, de Victor Serge o “La noche quedó atrás”, de Jan Valtin, creando una verdadera ceremonia de la confusión. Fue por entonces cuando nos llegó una edición de bolsillo de El asesinato de Trotsky, pequeño best seller 1/ internacional de Julián Gorkin. La tentación de su lectura fue muy fuerte, pero se comenzó a hacer desde la desconfianza derivada por el propio Gorkin al que el poeta cubano Nicolás Guillen y el escritor brasileño Jorge Amado habían denunciado como “agente de la CIA”, un hilo que reavivaba las tramas de la “quinta columna”.
El asesinato de Trotsky resultó en su momento un título que significaba un verdadero salto cualitativo en su carrera como escritor, en no poca medida aupado por sus relaciones con el Congreso por la Libertad de la Cultura de cuyos “Cuadernos” fue el principal animador 2/. En realidad, Gorkin ni siquiera había visitado a Trotsky, con el que tuvo unas relaciones mínimas al principio de los años treinta (fue el primer traductor de alegatos contra el estalinismo como La revolución desfigurada y El gran organizador de derrotas), pero aprovechó sus numerosos contactos, sobre todo con el investigador principal del caso, el Coronel Leandro Sánchez Salazar para redactar con él un primer texto. Un texto que, ni que decir tiene, cimentó su fama de trotskista, sobre todo entre los que no lo leyeron y daban por supuesta la filiación. El libro fue recibido con muchas reservas entre los simpatizantes de Trotsky.
Uno de los más insignes fue Alfred Rosmer, uno de los amigos más ilustres del POUM sobre el que el propio Gorkin ofrece esta sensible descripción: “De todos los militantes que había conocido en Francia, quizás era Rosmer el que me había inspirado el más sólido respeto. Era de talla regular, delgado y fino, de rasgos bondadosos y maneras naturalmente distinguidas. Vestía como un obrero sencillo y pulcro. Aquel hombre no podía engañar: era un ser limpio y verdaderamente superior, sin duda porque no tenía la pretensión de serlo. Ex corrector de imprenta convertido en periodista y escritor de fibra, dotado de un gran sentido y de una voluntad tranquila y tenaz, había renunciado, en nombre de la sencillez y de la moral, a toda ambición y toda vanidad personales. Quizá por eso no había sido ni sería jamás un jefe político. Zimmerwaldiano y uno de los fundadores de La Vie Ouvrière durante la guerra, tenía que ser, hasta su arbitraria exclusión en 1924, uno de los primeros y más firmes pilares del comunismo francés y de la Internacional. Con Trotsky tenía que unirle una fiel amistad desde su colaboración en París durante la guerra -antes de su expulsión a España y de España a Estados Unidos- hasta su asesinato en México”. Pues bien, Rosmer lo acusó de haber plagiado su propio informe y de abusar de su confianza 3/
En las ediciones ulteriores, el general desapareció como coautor, y la trama del asesinato será paulatinamente ampliada con los comentarios y análisis políticos que apuntan contra el estalinismo y añade investigaciones sobre el medio español y catalán en México D. F. que llevaron a la identificación final de Ramón Mercader, el hijo de Caridad Mercader, que se escondía detrás del nombre de Jacques Monard. Esta parte del libro es ya exclusiva de Gorkin, que se movía por esos medios como pez en el agua. El caso es que, fuera como fuera, el prestigio del libro fue tal que contó con ediciones en francés -la primera, en 1948-, inglés, italiano, sueco, alemán y holandés, e igualmente en castellano en 1950; en España tuvo varias ediciones, una de ellas en el Círculo de Lectores, toda una garantía de amplia difusión en la época. El autor de estas líneas, que por mitad de los sesenta frecuentaba un círculo obrero-estudiantil muy atraído por la revolución cubana, tomó parte en un representativo debate sobre hasta qué punto la obra era de fiar. Paradójicamente, fue un joven comunista que acababa de salir del penal de Burgos con tuberculosis el que supo establecer una diferenciación entre el autor y la información que ofrecía la obra que, desde entonces, se convirtió en un libro recomendado pero con advertencia.
Motivos no faltaban. Así, por citar un ejemplo, en una entrevista con Víctor Claudín publicada en la revista Tiempo de historia 4/ Gorkin no dudará en ofrecer una suma de consideraciones sobre la figura de Trotsky que no se encuentran en absoluto entre sus escritos de los años treinta hablando “de la Asamblea Constituyente, la única elección libre y democrática conocida por Rusia en toda su historia, ¿no fue él quien la disolvió y quien, a la cabeza del Soviet de Petrogrado pronunció esta tremenda frase: “Los bolcheviques en el poder y todos los otros a los cubos de la basura de la Historia”? ¿y no fue él –con el acuerdo unánime del Politburó, por cierto- quien hizo aplastar la revuelta de los marinos de Kronstadt, que tanto habían hecho por la Revolución y que exigían una auténtica democracia soviética? ¿En nombre de qué monopolio de la condición obrera y campesina se condenaba a desaparecer al guerrillero Makno? Mis simpatías, mi adhesión cada día mayor, iban a esa gran figura que fue Rosa Luxemburgo…”
Gorkin desarrolla un auténtico cóctel con las críticas, sumando tanto de Rosa como de las anarquistas tradicionales, solo que cincuenta años después, cuando además Gorkin estaba más bien lejos de ser una cosa u otra. Mucho más de lo que había estado antes. Aquí pues también le falla la memoria. En ninguna de las numerosas evocaciones que tanto el BOC como el POUM hicieron sobre la autora de Reforma o revolución, se le da mayor importancia a sus escritos sobre la revolución rusa. Baste como muestra el siguiente párrafo extraído del citado artículo contra el trotskismo y en el que Gorkin afirma que Stalin ataca a los viejos bolcheviques porque éstos “son los testigos del abandono (…) de la doctrina de Lenin y de la propia esencia de la Revolución de Octubre, porque Stalin y los suyos deben mantener a la clase obrera rusa bajo su dictadura totalitaria, que no es más que la negación de la dictadura del proletariado y de la democracia obrera”.
El asunto del asesinato de Trotsky tendría otras consecuencias bastante sonadas, ya que Gorkin lo ligó a Pablo Neruda aprovechando que éste tuvo el turbio gesto de animar una campaña por la libertad de David Alfaro Siqueiros detenido por atentar contra Trotsky. Esta conexión se convertiría en la prueba primordial de una campaña internacional contra el poeta chileno, y específicamente en el territorio minado del Premio Nobel ya que la CÍA no podía consentir que se le diera a un poeta comunista (y antiimperialista), reduciendo por lo tanto al autor del Canto General a la categoría de mero cómplice con los crímenes del estalinismo, cargo dentro del cual desaparecían todas las razones de una militancia comunista concreta en su propio país.
Por otro lado, no se trataba de un arrebato personal de Gorkin enfrentado al poeta, como explica en sus memorias, sino de una campaña perfectamente orquestada, como demuestra Stonor Saunders. La prueba mostraría su vigencia décadas después con ocasión de una reaccionaria campaña animada por Stephen Schwartz, otro antiguo trotskista arrepentido (vinculado al grupo español de Munis), utilizando idénticos argumentos. Esta vez contra la sensible adaptación de la novela de Antonio Skarmeta que realizó Michael Radford El cartero (y Pablo Neruda), candidata al Oscar del año 1994.
La represión que siguió a las agitaciones obreras de octubre de 1934 le obligó a emprender su segundo exilio francés, en el que permaneció hasta mediados de 1935. En la capital francesa sus numerosos contactos le permitieron ejercer sus capacidades organizativas, muestra de la cual sería la creación de un Comité de Refugiados Políticos ligado con la Alianza Obrera, y en el que tomó parte como bloquista y secretario general al frente de representantes del PSOE, PCE, y UGT. Durgan sugiere que Gorkin fue el autor real del libro sobre la insurrección de Asturias que narra la experiencia de Manuel Grossi, que carecía de la formación para escribir con tanta soltura.
Gorkin tuvo mucho de personaje barojiano. Comunista de primera hora, efímero trotskista, luego bujarinista, traductor, ensayista, dramaturgo, trató con Romain Rolland (del que tradujo su Danton), fue amigo de Blasco Ibáñez y de Unamuno en París. Orador afectado y engolado pero capaz de arrebatar a las masas enardecidas en un mitin de la Alianza Obrera en Valencia, fue una de las voces de la revolución asturiana. Durante la guerra fue el principal encargado de asuntos exteriores del POUM y redactó un Estatuto de autonomía para el Marruecos antifranquista que puso nervioso a Franco. Exiliado en México fue amigo de Víctor Serge hasta que evolucionó hacia la socialdemocracia más atlantista. Considerado como un descarado charlatán por sus amigos (en los mítines presumía de haber conocido personalmente a Lenin, a Trotsky y a Bujarin, a los que advirtió sobre la figura oculta de Stalin, al que acabó comparando con Hitler), Gorkin tiene todos los elementos para que un buen novelista amante de la historia nos ofrezca uno de los retratos más poliédricos del siglo XX hispano.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

Notas:

1/ El libro obtuvo premios como el Voltaire en Francia, llegando a ser objeto (en 1966) de una tentativa frustrada de adaptación cinematográfica auspiciada por el extraño productor (de las películas de Roger Vadim-Brigitte Bardot) y director Raoul Lévy, que se suicidó mientras realizaba los preparativos, justo a continuación de Montgomery Clift, con el que acababa de rodar la que sería la última película de ambos. A favor de Gorkin tenemos que decir que no tuvo nada que ver con la película de Joseph Losey.
2/ Sobre el papel de Gorkin resulta de gran interés la obra de Olga Glondys, “La Guerra Fría Cultural y el Exilio Republicano Español”, Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura (1953-1965), Madrid, CSIC, 2012.
3/ Por su parte, Pierre Broué, que años más tarde realizaría una investigación notablemente más minuciosa (L ’assassinat de Trotsky, Ed. Complexe, Bruselas, 1980), cita la edición de 1947 de la investigación del Coronel Leandro Sánchez Salazar escrita “en colaboración con el escritor español Julián Gorkin”, aunque todo indica que Gorkin tomó el informe y le dio forma literaria.
4/ Tiempo de historia, nº 62, enero de 1980. pgs 34-39.

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