martes, febrero 13, 2018

¿Estamos creando un imperio de cementerios?

Que entren los payasos

En el circo con Donald Trump

Hace unos días recordé cuando mi hijo era pequeño. En ese tiempo, él estaba aterrorizado por los payasos. Algo relacionado con lo extraño de su cara pintada –como si fuera una máscara– le turbaba completamente, le estremecía hasta los huesos. Para el resto de la familia, eran cómicos, pero para él –o de algún modo llegué a imaginarlo– eran emanaciones del infierno.
Esos viejos recuerdos del circo hoy me resultan relevantes porque en noviembre de 2016, el electorado estadounidense –o, lo mismo da, una mayoría de los votantes– hizo entrar a los payasos. Los votantes eligieron de buen grado, a sabiendas, al hombre que lleva esa extraña cosa anaranjada en la cabeza como resultado –hoy lo sabemos gracias a su hija Ivanka– de una operación que él se hizo voluntariamente de “reducción del cuero cabelludo”. Eligieron el hombre de la impresionante cara roja, un tono sobrenatural pocas veces visto desde la invención del Technicolor. Eligieron a ese hombre demasiado robusto que, según se dice, come poco más que Big Macs (por miedo a que lo envenenen). Eligieron el hombre que nunca se cruzó con un superlativo que no le viniera bien. Acerca de su primer momento en la presidencia, él dijo: “la mayor audiencia de la historia para dar testimonio de una investidura, tanto en persona como en todo el mundo[por la TV]; de sí mismo dijo, “el presidente más importante que Dios creó”; les juró a los periodistas que él era “la persona menos racista que habéis entrevistado nunca”; ofreció su versión de la modestia insistiendo en que “excepto el gran Abraham Lincoln, yo puedo ser más presidencial que cualquier presidente que jamás haya estado en este despacho”; y cuando se puso en duda su salud mental, él respondió que sus “mayores activos eran la estabilidad mental y el ser realmente inteligente”, agregando, “Pienso que yo calificaría no tanto como inteligente, sino como genial... y ¡un genio muy estable, además!”.
Por supuesto, nada de esto es una novedad para el lector; al menos, no si tiene ante sus ojos (o, más probablemente, en la mano) alguna pantalla, la mismísima definición de la modernidad en el siglo XXI. De hecho, cuando esta nota vea la luz*, el lector tendrá un nuevo conjunto de lindezas trumpianas. Después de todo, en estos días, lo esencial son las noticias: él y cualquier cosa escandalosa que él diga, y poca cosa más; lo que significa que, cuando se trata de tirar del hilo de alguien, indiscutiblemente, es posible que Donald sea lo más grande en la historia universal.
Ciertamente, el lector no me necesita para tener una idea de esa rara habilidad suya, ya que cada vez que dice o tuitea algo que no podría ser más grotesco, los medios lo cubren las 24 horas de los siete días de cada semana. Nadie, por ejemplo, dudaría que nunca en nuestra historia la expresión “agujero de mierda” (o, en algunos casos, “países de mierda”) se ha oído tan frecuentemente como en la reciente sucesión de improperios presidenciales utilizados para referirse a algunos países africanos –que no nombró– o a Haití en un encuentro sobre inmigración en la Casa Blanca. Ese encuentro resultó ser una emboscada, que no hizo más que intensificarse descontroladamente cuando, en sus repercusiones, el presidente negó haber dicho alguna vez la expresión “agujero de mierda” y fue respaldado por algunos asistentes republicanos –evidentemente desesperados por conseguir algún favor– que dijeron que ellos no habían oído esa expresión, la cual hoy por hoy ya ha sido escuchada o vista por casi todo el mundo en la Tierra, en inglés o traducida.
Desde el día que bajó con la escalera mecánica de la Torre Trump para entrar en nuestra vida política en junio de 2015, estas cosas, y prácticamente nada más, han sido “las noticias”. No hace falta decir –lo cual no me impide dejar de decirlo– que no fue hasta que los dichos del rey babilónico Nebuchadnezzar fueron garabateados en una tableta cuneiforme que se prestara tanta atención a algo dicho al pasar, algunos gestos y expresiones de un solo ser humano. Esta es la más cierta de las noticias acerca de las noticias de esta época. Ha sido consumida por un solo goloso de las noticias. Lo que significa que, pase lo que pase, Donald Trump ya ha ganado, dado que continúa siendo tratado como si fuera aquel Volkswagen del que salía una multitud de payasos.

La presidencia imperial puesta al descubierto

¿Quién podría negar que gran parte de la atención que él despierta esté basada en lo absurdo, lo exagerado, el inquietante carácter payasesco de todo lo que le rodea, incluso el estrafalario equipo de payasos secundarios a su servicio en el Despacho Oval?
A principios de octubre de 2016, sugerí (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=217958&titular=tiempos-de-decadencia-de-pastel-de-manzana-y-del-terrorista-suicida-escogido-de-estados-unidos-) que una parte de los votantes del interior blanco, sintiendo que estaban con la espalda contra la pared de la economía y la decadencia nacional –siendo Donald Trump nuestro primer candidato de esa decadencia (de ahí su ‘otra vez’ en “Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande otra vez”)– estaba preparada para poner a un “terrorista suicida” en la Casa Blanca. E insinué también que estaban desando hacer eso aunque se les cayera el techo encima (de haberlo pensado en su momento, habría agregado que muchos de los medios hegemónicos también estaban con la espalda contra la pared por el deterioro de su estatus y economía. Como resultado de ello, algunos de los jugadores clave se sentían igualmente inclinados a acompañar a ese terrorista suicida en su camino a Washington, sin que les importara qué o a quién pudiera golpear).
Mirando hacia atrás, creo que esta ha resultado ser una evaluación acertada pero, como todos los autores lo hacen, yo reclamo el derecho de cambiar lo que imaginé, lo que me hace regresar al terror que mi hijo tenía a los payasos cuando era pequeño. Hoy, al menos para mí, eso captura el especto fundamental de los tiempos de la era Trump: su condición de excéntrico. A pesar del hecho de que Donald es a menudo visto por sus opositores como alguien ridículo o absurdo, un bromista (y él mismo una broma) en el Despacho Oval, yo no hablo de esos payasos, los que te hacen reír. Me refiero a los payasos de mi hijo, los de la calavera y las tibias cruzadas, cuya absurda versión de los gestos cotidianos te estremecen hasta los huesos y de verdad te asustan.
Donald Trump encaja con esa imagen porque –aunque el lector no lo sepa a partir de la habitual cobertura mediática de sus actividades– él no está solo (excepto en los detalles, excepto en su total exageración). Lo que le convierte en algo payasesco –en el sentido que yo le doy– es que él ofrece una versión estremecedoramente exagerada, salvajemente exaltada y furiosa, de la muy imperial presidencia de Estados Unidos que hemos conocido en las últimas siete décadas; esa que lleva tiempo montada sobre el apocalipsis nuclear; esa que en el siglo pasado ha matado a millones de personas en su viaje a ninguna parte en el sudeste de Asia; esa que ha sido incapaz de dejar de supervisar más de 25 años de combate –dos guerras, exactamente– en Afganistán (entre otros sitios); esa que, en su obsesión por la interminable “guerra” contra el terror, ha luchado también contra otras cosas, convirtiendo importantes partes del planeta en zonas cada vez más caóticas, en estados fallidos, en países cuya población ha debido huir y todo ha sido destruido; esa cuyas fuerzas armadas se jactan de la “precisión” de sus armas –la lucha contra el Daesh en Irak y Siria ha sido distinguida como “la campaña más precisa de la historia– y han conseguido transformar importantes ciudades –como Ramadi y Fallujah, como Mosul y Raqqa– en un paisaje, que en su indiscriminada destrucción, se parecen a la Stalingrado de después de la batalla de la Segunda Guerra Mundial (y que ahora amenazan también con una versión nuclear de la “precisión” bélica); esa que, en este siglo, ha planificado la creación de un “EEUU Saudí” en un planeta en el que hasta ahora era bastante fácil aprovechar esos combustibles fósiles que dañan el entorno humano como solo un gigantesco asteroide o una guerra nuclear podrían hacerlo.
Desde sus políticas de “Estados Unidos primero” hasta su conocida esperanza de sufrir (y aprovecharlo políticamente) un ataque terrorista en este país, el hombre que declaró que el cambio climático es un engaño de los chinos y amenazó con lanzar una tormenta de “fuego y furia jamás vista en el mundo”, ha descrito a otros países con un lenguaje alguna vez considerado impropio de su cargo por presidentes que, aunque trataron a esos mismos países, nunca los llamaron “agujeros de mierda” ni dieron una sorprendente carta blanca a “sus” generales para que “ganaran” la guerra contra el terror; esto hace de él una turbadora y extravagante versión de todo lo sucedido antes. En cierto sentido, él ha hecho trisas la fachada de dignidad de una presidencia imperial y nos ha dejado entrever hasta qué punto es auténticamente imperial (e imperiosa). De una manera novedosa, él sigue mostrándonos una realidad bastante antigua: en qué medida –posiblemente incluso en un nivel planetario– Estados Unidos puede ser una terrorífica fuerza de destrucción.
Y si acaso el lector no creyera que el Volkswagen de Trump (o tal vez me refiera a su avión privado cuyo lavabo tiene grifería de oro) está lleno de otros payasos cuya actuación le provocaría iguales escalofríos, salteémonos a Scott Pruitt –que desmanteló secretamente la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés y tantas protecciones para nuestra salud–, a Rick Perry, del departamento de Energía –que abrazó al CEO de fa Gran Energía, el futuro rey del vertido de petróleo–, a Ryan Zinke, del departamento del Interior y al resto del equipo de la demolición nacional, y en lugar de eso, volvámonos hacia “sus” generales –los de las guerras perdidas de Estados Unidos– que, gracias al presidente Trump, están escalando posiciones en Washington.
Después, salteémonos incluso las ganas que tienen estos señores de desarrollar armas nucleares más pequeñas y “utilizables” (una iniciativa que comenzó en los años de Obama) o de aumentar el presupuesto nuclear o de redefinir algunas situaciones, entre ellas los ciberataques contra EEUU, como si se trataran de ataques nucleares y salteémonos también su entusiasmo por expandir e intensificar la guerra contra el terror (en Niger y Yemen, en Libia y Somalia) en una versión exagerada de lo que hemos estado viviendo durante los últimos 16 años. Y, en lugar de esto, centrémonos en un solo lugar, el lugar por antonomasia de esa guerra, el país del que la gente del Pentágono ya no habla de guerra sino de “conflicto generacional”: Afganistán.

El cementerio de los imperios

Pensémoslo: 28 años después de que el ejército soviético se retirara dificultosamente de aquel infame “cementerio de imperios” al final de una década de lucha en la que Estados Unidos respaldó a los grupos más radicales de fundamentalistas islámicos (entre ellos a un adinerado joven saudí llamado Osama bin Laden). Dieciséis años después de que regresaran para invadir y “liberar” Afganistán, esos generales siguen en eso. En diciembre, cuando Donald Trump levantó algunas restricciones que tenían los comandantes en operaciones en ese país; por ejemplo, los generales enviaron los aviones. Ese mes hubo más ataque aéreos estadounidenses –455 en un periodo invernal de actividad bélica mínima– que no solo el diciembre anterior (64) sino también el de 2012 (unos 200) cuando todavía había 100.000 soldados de EEUU destacados allí. Según Max Bearak, del Washington Post, la frase que se oía en ese entonces era: “Estamos en un momento crucial”. Otra era “Se acabaron las contemplaciones” (hay que reconocer que el comandante estadounidense había visto –como increíblemente se informó– “la luz en el final del túnel”, pero no lo descartemos).
Mientras tanto, los drones –tanto los de ataque como los de vigilancia–, otra vez están siendo enviados a Afganistán en número creciente (también más helicópteros, vehículos y artillería). Con el anuncio de que pronto serán enviados 1.000 hombres más a ese país, los efectivos estadounidenses sigue creciendo; si sumamos los asesores, los instructores y los miembros de las unidades de operaciones especiales (SOF, por sus siglas en inglés), es posible que hoy haya allí 15.000 o más militares (cuando Donald Trump entró en el Despacho Oval, eran unos 11.000).
Además, los fuerzas armadas tiene planes para duplicar el tamaño de las SOF afganas y triplicar la capacidad de su fuerza aérea; al mismo tiempo, el jefe del Comando Central de EEUU en ese país, general Joseph Votel, está pidiendo acciones mucho más agresivas a las fuerzas de seguridad afganas asesoradas por EEUU en la próxima temporada primaveral de lucha (pongamos esto en perspectiva: un plan de 2008 de las fuerzas armadas estadounidenses para gastar miles de millones de dólares aseguraba que la fuerza aérea afgana estaría completamente dotada de personal, aprovisionada, adiestrada y sería “autosuficiente” hacia el final de 2015: siete años más tarde estaría en un “lamentable estado” de abandono** y prácticamente en ruinas). En el ínterin, como parte de este aumento de operaciones, la Marina está planeando contratar a General Atomics (empresa fabricante de drones) para que haga volar sus drones de vigilancia en Afganistán en lo que se ha dado en llamar “ampliación” de las capacidades de espionaje, reconocimiento y vigilancia”.
No me sorprendería que al lector todo esto le resultara algo conocido. De hecho, si usted ya ha dejado de prestar atención a lo que le digo –como parece haber hecho la mayoría de los estadounidenses del inexistente “frente interno” cuando se trata de las guerras de Estados Unidos de esta época–, quiero que sepa que le entiendo perfectamente. Después de 16 repetitivos años, con el Taliban otra vez en control de algo así como la mitad de Afganistán, su actitud no podría ser más típicamente estadounidense. Oleadas, momentos cruciales, acciones más agresivas... usted ya lo ha oído antes. Y tratándose de Afganistán, lo más probable es que vuelva a oírlo otra vez.
Y no piense ni un instante que esto no encaja con una nueva versión de ‘hacer entrar a los payasos’.
Si usted ni cree que el general retirado James Mattis, el teniente general H.R. McMaster y el general retirado James Kelly –también conocidos como el secretario de Defensa, el asesor de la seguridad nacional y el jefe de personal de la Casa Blanca, respectivamente– son payasos, si todavía está convencido de que son los “adultos” en la sala de juegos de Trump, observe Afganistán y piénseselo otra vez. Pero tampoco les eche la culpa. ¿Que otra cosa puede hacer un payaso, una vez que se ha puesto esos blandos zapatones, tiene la cara pintada y la narizota roja en su sitio que no sea hacer su papel? Después de tantos años, sencillamente son incapaces de pensar de otro modo el mundo de las guerras de Estados Unidos. No conocen otra cosa. Si se les da una bocina la harán sonar; si se les pide que interpreten el monólogo “Ser o no ser” de Hamlet, continuarán haciendo sonar la bocina.
Durante los últimos 16 años, en medio de invasiones y ocupaciones, agresiones y operaciones de contrainsurgencia, misiones de bombardeo y ataques con drones, asaltos de comandos y servicios de adiestramiento, ellos y sus colegas jefazos en EEUU han hecho todo lo posible para que proliferaran organizaciones terroristas en importantes partes del planeta, mientras desempeñaban un papel primordial en la creación de una serie de estados fallidos en le Gran Oriente Medio y África. Han ayudado al desarraigo de poblaciones enteras y a la transformación de ciudades importantes en un paisaje de destrucción total. Pensemos en esto como su sino para el siglo XXI. Han resultado ser los actores clave de lo que se ha convertido en el imperio estadounidense del caos, o tal vez simplemente en el imperio de los cementerios,
No tienen arreglo. Perdónalos, Padre; ellos son unos payasos conducidos por el mayor payaso en jefe en la historia de este país. Así es, Donald Trump hace que hasta ellos se sientan incómodos porque nadie puede correr las cortinas para ocultar la realidad de la presidencia imperial que él ejerce en todas las formas posibles. Nadie puede exhibir nuestro nefasto mundo estadounidense como él lo hace tweet a tweet, totalmente a su manera.
Y, sí, todo puede parecer infernalmente ridículo, pero que nadie se ría. Ni pensar en eso. No ahora; no cuando todos estamos en el circo mirando esos efluvios infernales. En vez de eso, estremeceos... estremeceos hasta los huesos. Absurdo como todo porrazo pueda ser, es claramente una imagen del infierno, una histórica imagen totalmente estadounidense.

Tom Engelhardt
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

* El original en inglés de esta nota fue publicado el 25 de enero de 2018. (N. del T.)

** Según informaba The New York Times en (https://www.nytimes.com/2015/09/27/world/asia/us-is-struggling-in-its-effort-to-build-an-afghan-air-force.html). (N. del T.)

Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World

Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176377/tomgram%3A_engelhardt%2C_send_in_the_clowns/#more

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